Resulta sorprendente la impavidez con que asistimos estos días a los terribles discursos sobre la catástrofe climática que se avecina. Y no me cabe la menor duda de que alguna porción de esa pasividad —por no tildarla de indiferencia— general se debe a ese español impostado y con pretensiones tecnocráticas que emplean sus atildados remediadores, que no deja ser una cadena de petulancias, donde entre mucha “hoja de ruta”, mucha “implementación” y otros “empoderamientos”, no consiguen “impactarnos”, por más fatídicos “eventos” que vaticinen, porque los políticos y otros personajes de escasa confianza ya nos han aturdido con esa vacua prosopopeya.
Y el caso es que el asunto es para empavorecer porque ni más ni menos augura el Apocalipsis, solo que sin cataclismos de conmoción universal ni trompetería de rasgar los cielos; más bien, pronostica una agonía universal lenta y pútrida como una de esas enfermedades purulentas ante la que ya no encontraremos lugar ni modo de escapar, por más ingenios que el ser humano haya creado desde la rueda.
Y es que en esto del Apocalipsis, como tantos otros asuntos de conmover el alma y avivar conciencias, la achacosa literatura lleva sobrada ventaja. El mismo libro de las Revelaciones —atribuido a san Juan, durante su confinamiento en Patmos— ha perturbado a generaciones de hombres. Claro que, como muchos otros de los mitos del Cristianismo, es una reinterpretación bastante enrevesada de una leyenda hebrea: la liberación de Santán de sus cadenas en Megidó, desde donde surgirá de las entrañas de la montaña para poner el mundo patas arriba hasta que Dios, con un soberbio pase de manos, vuelva a colocar las cosas en su sitio; es decir, proteja a su pueblo elegido, los judíos, del terrible y demoniaco estrago. El mito, así enunciado, como se observa tiene raíces mucho más profundas y atávicas, pues nos evoca de inmediato la Gigantomaquia helena, y, por supuesto, prolongaciones en otros cultos emparentados como el Islam, donde algunas sectas aguardan la venida del Mahdí para librar esa definitiva batalla que instaurará la justicia universal. Pero si de colosales batallas se trata, mi generación y las precedentes vivieron décadas bajo el apocalipsis nuclear que cualquier mañana nos iba sorprender en la ducha, cuando, por un quítame allá esas pajas, la Guerra Fría se resolviese en una confrontación atómica; lo que, por fortuna, nunca acaeció. Fue en esa época cuando Umberto Eco nos ofreció uno de sus ensayos más deslumbrantes, Apocalípticos e integrados (1965), donde diagnosticó el cogito interruptus, que en buena medida hoy vivimos y que fomenta esa jerigonza petulante que mencionaba al comienzo.
El cogito interruptus —o la suspensión del razonamiento— es la sagaz crítica de Eco al pensamiento de McLuhan, cuando en sus celebérrimos ensayos —La galaxia Gutenberg (1962) y Comprender los medios de comunicación (1964)— preconizase, y aun empleara para sus exposiciones, la abolición del silogismo, para optar por un discurso formado por la yuxtaposición de aforismos; es decir, la elusión de cualquier deducción, sustituida por una exposición urdida por la deslumbrante sugestión —algo, por cierto, nada novedoso, pues ya fue recomendado por san Agustín a sus diáconos—. Y, claro, como sin duda vivimos en la Galaxia McLuhan —concédanmelo—, el slogan ha postergado al razonamiento, al extremo que hubo hasta un programa de televisión donde, en el colmo de la insensatez, proponía a sus invitados, flamantes políticos del momento, que resolviesen complejos problemas de Estado en 59 segundos; es decir, con una frase de esas de apabullar al personal y que salga el sol por Antequera.
Pero claro, como no siempre se tiene a mano la frase ocurrente —de esas de estirar al límite la semántica o de triturar la sintaxis del castellano; pongamos por caso esa joya genuina de “tolerancia cero”, de idéntica naturaleza a ese otro abstruso título de película, No es país para viejos— nuestros prohombres recurren, tal que sortilegios, a esta jerga que les seleccionaba arriba, traducida al pie de la letra de los gringos, aunque su resultado en absoluto armonice con el castellano. De sobra saben que la extrañeza de su sonoridad desconcierta los oídos del auditorio tanto como encubre la vaciedad de sus discursos. Y como quiera que el truco ha hecho fortuna en el gremio, las emiten con lozana profusión, engolando la voz y empacando el gesto para que “visibilicen” nítidamente que están en el meollo de los asuntos, mientras, qué duda cabe, se perfuman de un parafinado cosmopolitismo. En fin, todo un alarde de petulancia. Pero también una manifestación de ese cogito interruptus que censurase Eco cuanto una demostración del triunfo de McLuhan; más aún, si tenemos en cuenta que muchas de esas impostadas expresiones provienen de la veleidosa publicidad.
Ya Baroja nos previno sobre estos excesos tan comunes en sus tiempos como ahora —entonces se estilaban los galicismos—, mientras Antonio Machado nos aconsejó repetidamente que la llaneza es la mejor manera de difundir las ideas por complejas que fueren. Pero se conoce que nuestros prebostes o no los han leído o, más bien, se pierden por la fatua figuración. Lo malo es que, según síntomas, el panorama no admite ya egotismos y fanfarronerías, porque el planeta se pudre, los polos se deshielan y los mares y ríos regurgitan basuras, mientras por nuestras calles va una niña, como una santa del Medievo, seguida por multitud de fieles que gimen para que alguien detenga el preludiado Apocalipsis.
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