Y es que Graves fue un poeta que indagó durante toda su vida la oculta expresión primordial —un decir casi sacerdotal— de la poesía, aunque se hiciese celebérrimo por unas cuantas ejemplares novelas que publicó para sobrevivir sin perturbar demasiado su tarea casi augural. En España, por ejemplo, lo descubrimos cuando la tele emitió, por mediados de los setenta, Yo, Claudio —basada en su novela homónima de 1934 y en su continuación: Claudio, el dios, y su esposa Mesalina, de 1935— bajo la adaptación magistral de Jack Pulman, para la BBC. Aunque la mayoría de aquellos televidentes ignorábamos entonces que Graves no había sino transcrito, con una viveza admirable, a Suetonio, a Tácito y a lo que Tito Livio alcanzó a relatarnos sobre las intrigas domésticas de la dinastía Julia-Claudia, fundadora del Principado; o sea, del Imperio Romano. También ignorábamos que aquel par de novelas había constituido un éxito tan descollante cuando se editaron sucesivamente en Inglaterra que ya las había intentado producir como largometraje Alexander Korda, con Charles Laughton como protagonista; en cambio, sí supimos enseguida por la prensa que el novelista que nos ofrecía aquellas intimidades tan cruelmente humanas de la familia imperial por antonomasia se avecindaba, desde hacía más de cuarenta años, en Deyá, un pueblín retrepado sobre una colina que aboca en una angosta y recóndita cala, al noroeste de Mallorca; y esta insospechada cercanía, aunque fuese un descubrimiento repentino y por sorpresa, nos arrebató el afecto de inmediato.
Al compás del éxito de aquella memorable serie televisiva, se editaron las novelas originales —en una traducción bastante desmañada, por cierto— y con ellas, surgió el fervor por las “novelas históricas” —que todavía dura— y hasta una gran editorial encargó a los autores de la casa una serie relatos parafraseando el título; es decir: Yo, Fulano; Yo, Mengana, y así un puñado de yoes famosos de la Historia, cuyos tomitos celestes aún se pueden encontrar por las librerías de lance. En fin, que a principios de los ochenta Robert Graves se había convertido en un pródigo hallazgo para el mundo editorial español; nada más lejano a sus afanes misteriosos de vate arcaico.
Sabido es que Robert Graves llegó a Deyá en compañía de Laura Riding por indicación de Gertrude Stein. Venían huyendo de una Inglaterra de la que el treintañero Graves se acababa de despedir con sus amargas memorias Adiós a todo eso (1929) y del desbaratador triángulo amoroso que habían compuesto con la esposa de Robert, Nancy Nicholson. Era una pareja de poetas que traía un proyecto: la editorial artesanal Seizin Press, y otro que les surgió ante aquel paraíso: una academia que Laura pensaba levantar en los bancales de Deyá, para el estudio de la ancestral poesía como fuente de conocimiento cósmico. Ambos proyectos pervivieron a su alejamiento temporal de Deyá durante nuestra destrozante Guerra Civil e incluso a la ruptura de la pareja, en 1939; Seizin Press acompañó para siempre a Graves en Ca N’Alluny (la casa lejana), el hogar que alzó con ayuda de los albañiles lugareños, en 1932; y la academia, en su propio quehacer de poeta.
Precisaré que Graves emergió a la poesía cautivado por la tradición popular galesa que conoció y canturreó desde su infancia —su padre, Alfred Percival Graves, había sido un notorio poeta en lengua gaélica—. A este fermento mayormente folklórico se añadieron su paso por los estudios clásicos en Oxford y, luego, las ideas de Riding sobre una poesía ancestral donde conocimiento y emoción fuesen el mismo y desvelador propósito —evidentemente, sin escatimar el rigor métrico para la melodía—; estos son los rudimentos desde los que emanó incesantemente su poesía y que trató de exponernos en su soberbia indagación entre las mitologías, titulada La diosa blanca (1948). Así, Graves, concibió el menester de poeta como un sacerdocio que aspiraba a comunicarse con la originaria diosa creadora a través del canto, con lo que la poesía no podía ser sino erótica, semejante al eros platónico, anhelador del conocimiento. No obstante, contra Platón, es un eros febril con sus exaltaciones y sus derrumbamientos; en suma, una pulsión dionisíaca u órfica.
Esta concepción, digamos sacra, del quehacer poético, lo alejó de los más decisivos poetas de su tiempo y de su lengua, como T. S. Eliot, W. H. Auden o Dylan Thomas, para convertirlo en un poeta insólito, al punto que el propio Auden escribió: “Ningún poeta ha estado más preocupado que Graves por la probidad poética, por ser auténtico, cueste lo que cueste, para con su verdadero yo”. Pese a esta atrabiliaria singularidad, no desmereció en mérito e influencia, pues conviene recordar —aunque sea de pasada— que fue candidato al Nobel en 1962 y admirado y elogiado por el exigente Jorge Luis Borges.
Y he aquí que su férrea perseverancia solitaria, en aquel pueblo mallorquín, en busca de un canto primigenio, hoy, ante estos fastos con que se enmascara de purpurina el mundo literario, me lo suscita como el ejemplo más elocuente del genuino oficio de escritor.
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