Desde Esquilo, el asalto al poder ha sido uno de los más feraces y constantes argumentos de la literatura. Shakespeare mismo lo ha presentado desde tan variadas facetas y a través de tan portentosas figuras que, en lugar de un literato, a veces se me antoja uno de los más clarividentes teóricos del ejercicio político, o si prefieren y sin retoricismos, del manejo del poder y de sus mucilaginosas traiciones.
¿O acaso disponemos en nuestras bibliotecas de otros conspiradores superiores a Lady Macbeth o a Casio, por no invocar al incandescente Ricardo III? Pero al mencionarlos, de inmediato reparo en que tanto la escena como la novela —no digo ya la poesía, con su centelleante épica— han preferido relatar la conjura y el golpe de daga o de tanque —el método, de sobra lo saben ustedes, ha variado con el correr de los siglos— desde sus protagonistas, con sus temores y sus codicias, y hasta con sus beneméritos —y luego nunca cumplidos— sueños de prosperidad para los dominios cruentamente conquistados. Sin embargo, el caso que me ocupa, La Moneda, 11 de septiembre (2019), de Francisco Aguilera, es todo lo contrario; pues el golpe de Estado de Chile, en 1973, está narrado por testigos sin potestad alguna en los acontecimientos y obligados por sus menesteres a tragarse toda la cruel trapatiesta en tribuna de preferente sin decir ni mus, ni menos tomar parte en el suceso más allá de lo que el avatar impone al chico de los recados, que cuando comienzan las carreras, los disparos y los carros de combate a rodar por las calles acostumbra a ser mayor de lo previsto.
Y si, por una parte, apostar por relatar un acontecimiento así desde la gente corriente le resta el vibrante atractivo que propicia el contarlo desde sus partícipes históricos —sean ejecutores o víctimas—; por otro, el relato nos atañe mucho más, porque los protagonistas se nos antojan, en su anonimato o si se quiere en su espantado asombro, familiares. Qué duda cabe que existe un eficacísimo, por dúctil, procedimiento intermedio: contar el asalto al poder a través de un testigo pasajero que, por mera casualidad, conoce todas las interioridades del complot. Esta variedad tan efectiva, pues permite entreverar, por ejemplo, una novela de amor o de cualquier otro género con los hechos históricos, ya la utilizó Galdós en La corte de Carlos IV (1873), para retratarnos la conjuración palaciega de Fernando VII contra su padre, y que hoy, de tan usufructuada por las llamadas “novelas históricas”, se me antoja casi de manual. Pero aún disponemos de otra fórmula menos folletinesca y más acorde con lo que entendemos por postulados novelísticos desde Stendhal: narrar los efectos inmediatos que produce un hecho tan avasallador sobre una comunidad. A esta variedad se adscribiría la tumultuosa San Camilo, 1936 (1969), de Cela —en alguna medida deudora, por otras razones, de El diario de Hamlet García (1944), de Paulino Masip—, donde una multitud de personajes, de toda condición y credo, se ve sobresaltada, durante el tórrido julio madrileño, por el anunció de la sublevación del ejército de África. Basada también en este procedimiento de relatar el asalto al poder a través de sus desquiciantes efectos sobre una comunidad, contaríamos con Week-end en Guatemala (1956), de Miguel Ángel Asturias; ocho relatos que, tanto por sus elementales concomitancias como por sus enormes diferencias, emparenta de súbito con La Moneda, 11 de septiembre.
Ambos títulos, tanto Week-end en Guatemala como La Moneda, 11 de septiembre, tratan de un golpe de Estado planificado por la CIA; al punto que el sucedido en Guatemala fue el primero que alentaron estos servicios secretos en Hispanoamérica, en 1954. Además, ambos tomos se hilvanan con las historias menudas —en el caso de La Moneda, 11 de septiembre, de cuatro testimonios— de personajes sin ninguna relevancia histórica. Hasta aquí las concomitancias; mientras que las diferencias entre el par de títulos son tan extremas que, por esta flagrante disimilitud, se convierten casi en complementarios. Tal es así que mientras Miguel Ángel Asturias, con sus ocho cuentos, intenta recoger los efectos del putch sobre toda la nación —tanto en triunfadores como en sojuzgados—, y con una duración que abarca desde los preparativos hasta los siniestros días posteriores al golpe, cuando más que la represión política, se ejerció la fiera venganza; Francisco Aguilera, en cambio, se circunscribe a la mañana del 11 de septiembre y ante un solo paisaje: el palacio de La Moneda, sede la presidencia. Parco puñado de horas, revivido por un recluta, un bombero, un policía y un camarero de palacio, durante el que contemplamos el cerco, bombardeo e incendio del egregio caserón; al punto de tornarse en una estampa fija que cristaliza el derrumbe de un gobierno y la afrenta a todo un pueblo. Imagen, por lo demás, apenas interrumpida por unos breves interludios, que solo suscitan el lamento por el terrible estrago que supondría aquella jordana.
Por su parte, a Asturias no lo anima ninguna herida evocación, sino la urgente denuncia al mundo del suceso; de hecho, escribió los cuentos en los meses inmediatos, durante su acuciado refugio en casa de Pablo Neruda, en Chile. Es más, como nos explica la profesora Sales en su magnífico prólogo a la última edición española de estos relatos (Iberoamericana, 2013), cada cuento encierra su mensaje de esperanza; huero desideratio del maestro Asturias porque, como hoy sabemos, los acontecimientos en Guatemala no hicieron sino emponzoñarse desde aquel atroz fin de semana, a mediados de junio de 1954.
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