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Los claroscuros del audiolibro: ¿Escuchar es leer?

miércoles 14 de agosto de 2019, 08:22h
Hace un par de años, en octubre de 2017, en el Congreso del Libro Electrónico celebrado en Barbastro —se celebra con carácter anual desde 2013— hubo un general consenso en considerar el audiolibro, como modalidad más accesible y directa del libro electrónico, como una gran conquista en el proceso de adaptación del concepto libro a la revolución tecnológica y como una vía de acceso a la literatura para personas (incluso no lectoras) con poco tiempo para leer o que han de simultanear inevitablemente el proceso de “lectura” de un libro con otras actividades.

Aunque en España ya hubo precedentes impulsados por algunas grandes editoriales en los años noventa y una entidad colectiva como la ONCE, quizá desde mucho antes y por la inevitable mezcla de obligación y necesidad, lo cierto es que esas “viejas” iniciativas precisaban de un soporte tecnológico y material como el casete, o el CD, con los correspondientes aparatos reproductores. Es decir, la audición era una labor con cierta complejidad, no siempre cómoda, y que no podía realizarse en cualquier momento y en cualquier lugar. En La ONCE el sistema se consolidó (no había otra dada la condición de invidentes de la mayoría de los usuarios de sus servicios) y en el ámbito industrial, comercial, el fracaso fue más que evidente. Han sido soportes tecnológicos como el mp3 y, sobre todo el Smartphone y su combinación con el universo de internet y el desarrollo de inéditas posibilidades de compra/descarga inmediata (o escucha online) de contenidos sonoros lo que ha desplegado un horizonte de negocio casi ilimitado. Horizonte que no se acompaña de una valoración crítica de los cambios que genera en los hábitos de lectura y, sobre todo, en los del proceso del pensamiento.

¿Es mejor la audición de un libro que la lectura tradicional, en papel o en el libro electrónico “tradicional” o e-book? Depende del baremo con que midamos ese adverbio cualitativo. Las ventajas relacionadas con la movilidad, con la combinación en tiempo real con otras actividades, con la escasez de tiempo propio de sociedades que están extendiendo la jornada laboral hasta límites imprevistos, esponjando los espacios de lo cotidiano, es evidente. Un libro grabado es posible escucharlo en cualquier lugar y hora y compatibilizándolo con otras tareas.

Es bastante evidente que la lectura, tal y como la entendemos convencionalmente (la relación entre mente y mirada del lector y texto escrito sobre papel o en una pantalla) supuso, en la historia de la cultura, un salto cualitativo de primer orden. La oralidad fue antes. La experiencia de los juglares cantando y contando historias en las plazas y en la Corte; la de los sacerdotes celebrando misa y la de los más diversos relatores de viva voz ante públicos no ilustrados, fue anterior a la lectura. Ese era el medio más directo y fácil de llevar la palabra del ilustrado o creador, bien directamente o a través de un lector o intérprete, al destinatario, al público o, entendiéndolo de un modo laxo y amplio, al lector. La escritura (la lectura) no solo supuso la fijación de los saberes (y de las obras) para la posteridad en un soporte físico como el libro, sino abrir nuevas vías de relación con sus contenidos. Leer es algo más que tener noticia del desarrollo de una historia o del desarrollo textual de un poema. Es establecer un proceso de comunicación de una enorme complejidad: intercambio de ideas, reflexión y conexión con los mecanismos de la experiencia previa de quien aborda la lectura. Ir hacia atrás o hacia delante en una página, en un capítulo, subrayar ideas, frases, establecer conclusiones, tomar notas... Todo eso forma parte de la lectura. Sobre todo, de la lectura tal y como se fue consolidando en los siglos XIX y XX. Roberto Casati, autor del libro Elogio del papel (Ariel, Barcelona, 2015) afirma: “La lectura en profundidad nos lleva a menudo a tener que releer lo que hemos leído hace un instante”, y añade: “Datos muy contundentes muestran que para memorizar e necesario someter la información a un tratamiento en profundidad cambiando por ejemplo de formato, como cuando se toman notas al margen, cuando se redactan breves resúmenes”.

La audición (como ya ocurría, en los años 50 y 60 del pasado siglo con los cuentos, con los seriales radiofónicos y otro tipo de contenidos “narrativos”) juega un papel de primer orden si consideramos la literatura fundamentalmente entretenimiento, del mismo modo que lo juega si solo se trata de saber el desarrollo de una historia, la peripecia de unos personajes o memorizar textos mediante la repetición. El audiolibro soporta contenidos lineales, relatos convencionales y permite la escucha en paralelo a muchas otras actividades. Pero elude o dificulta el acceso a la complejidad, a la recapitulación.

¿Leer filosofía es lo mismo que escuchar filosofía? ¿Es posible escuchar productos literarios como el Ulises de Joyce, o las novelas de mayor complejidad de Faulkner, o los poemas de Eliot, o de Vicente Aleixandre? Es obvio que si nos ceñimos al proceso “mecánico”, de la relación emisor/receptor y si nos conformamos con una visión impresionista, hasta cierto punto superficial, sí. No lo es si concebimos la lectura como un intercambio de experiencias, un proceso dialéctico de entendimiento, de diálogo entre el autor y el lector. Incluso cuando se trata de textos formalmente menos complejos que los apuntados, de narraciones directas (pienso en el Delibes de Los santos inocentes, en el Juan Marsé de Ronda de Guinardó, en el García Márquez de Crónica de una muerte anunciada, por ejemplo. En estos y otros muchos casos parece obvio que sin el auxilio del texto escrito es infinitamente más complicado entender el sentido último de determinadas metáforas o imágenes, el uso polisémico de algunos términos, la relación o subordinación de éstos con otros, etc…

Parece claro que el resultado cuantitativo entre el proceso de lectura y el de audición es el mismo: al final, el cerebro habrá “recorrido” todo el contenido textual de la novela, del ensayo o del poema. Sin embargo el resultado cualitativo es diferente: en la lectura, el proceso puramente mecánico se habrá enriquecido con relecturas sobre la marcha, con anotaciones, con subrayados, con la consulta de referencias o de notas fuera del libro. Cierto que ese cúmulo de adiciones al proceso se puede producir cuando escuchamos el libro, pero en ese caso se quiebran todas las supuestas ventajas a las que se suele aludir: es preciso sentarse, coger papel y lápiz, disponer de un mecanismo de consulta dentro del propio texto…. Es decir, en tales casos el audiolibro habrá jugado un papel introductorio, de invitación al libro, casi de anzuelo: posteriormente vendrá, frente al texto en papel o frente al e-book, el proceso de metabolización o, en su caso, de contraste, de reflexión, de búsqueda e indagación.

Todo eso es perfectamente eludible cuando el libro juega un papel capilar. Leer/escuchar El código Da Vinci o cualquier best-seller o producto “literario” cuyo única finalidad es el entretenimiento (y, por derivación, el consumo) no requerirá para el lector, salvo excepciones, sobreesfuerzo ni tarea adicional alguna. Simplemente, el texto habrá ocupado una parte de su tiempo de ocio y ahí se habrá acabado todo (como suele ocurrir, por otro lado, con buena parte de los libros, en papel o en e-book, desprovistos de la complejidad de la literatura como arte).

Para concluir este catálogo de reflexiones (y de dudas), me parece necesario subrayar un aspecto estrechamente relacionado con la actitud que, de modo objetivo, genera en el oyente (por no utilizar el forzado término “escuchante”) el audiolibro a diferencia de la que genera la relación con el libro como soporte físico, en papel o en pantalla: en el primer caso la actitud es pasiva y sin interacción (o con serias dificultades de interacción); en el segundo es activa, interactuante, de diálogo y reflexión conjunta.

En favor del audiolibro se ha recordado más de una vez que en el Siglo de Oro (y así se muestra en algunos pasajes de El Quijote) "leer" y "escuchar" eran sinónimos. Cierto: pero hay que recordar que en aquella época la abrumadora mayoría de la sociedad era iletrada, analfabeta, por lo que sus “lecturas” sólo podían venir de lo que los letrados o sus intérpretes les aportaran en lecturas públicas, en la iglesia, en otros foros. Entre ese período histórico y el siglo XXI se han sucedido multitud de impulsos civilizatorios y, sobre todo, la alfabetización de las sociedades y el crecimiento exponencial de las oportunidades de lectura. La convivencia de distintos soportes es, a estas alturas de la segunda década del siglo, una realidad pero debemos de ser conscientes de las diferencias que se dan entre unos y otros en el acercamiento al libro por parte de quien decide leerlo.

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