Si a bote pronto me preguntasen por alguna gloria nacional; seguramente y sin apenas pensarlo, me vendrían dos nombres que no suscitarían reparos ni entre los que siempre tienen la objeción dispuesta, y estos serían don Santiago Ramón y Cajal y don Ramón Menéndez Pidal.
Hay más, sí; pero esta pareja es indiscutible. Ambos tienen en común bastantes cosas, la primera y más elemental es que son hijos del s. XIX, aquella centuria cuyos estragos en política, ciencia y economía aún estamos pagando aunque no nos queramos dar cuenta para no sentirnos embarrancados en una maldición de las llamadas bíblicas. Como huérfanos más que hijos de aquel tiempo convulso, el de la pérdida de un imperio inconmensurable, el de una guerra civil crónica —que quiso alargarse rencorosamente hasta el s. XX— y el de un Estado que nunca llegaba a plasmarse entre pronunciamientos, mudanzas de constituciones y hasta de regímenes, ahondando la consiguiente deuda nacional, ambos tuvieron que emprender su tarea científica desde la nada más precaria, y en el caso de don Ramón, incluso, sacudirle la pesada hojarasca romántica que emborrascaba con emocionantes y flamígeros adjetivos lo único verdaderamente sólido para el quehacer científico: el sencillo y minúsculo dato. Y eso que don Ramón desde el principio se enfrentó a la leyenda —basta mencionar sus primeras obras: la investigación del Poema del Cid (1895), que le valió el premio extraordinario de la Real Academia Española, o el estudio de La leyenda de los infantes de Lara (1896)—; es decir, fue a meter luz y certeza en el terreno más proclive al énfasis arbitrario y obnubilador: las leyendas fundacionales de la nación; ahí es nada. Pero su necesidad de imponer lo objetivo por encima de lo persuasivo prevaleció. Pues, tanto don Santiago como don Ramón, siempre optaron por lo único que a un patriota le corresponde hacer: entregarse celosamente a su tarea con la mayor escrupulosidad que esté a su alcance, sin dejarse perturbar más allá de lo preciso por los broncos y veleidosos avatares políticos.
En consecuencia con este propósito, ambos se encuadraron bajo la órbita del único proyecto didáctico y científico que se conjugaba con su actitud vital y moral: dotar a España de una ciencia capaz de merecer tal nombre; ese proyecto era la Institución Libre de Enseñanza que, cuando pudo, promovió la fundación de la Junta de Ampliación de Estudios (1907), que presidirá don Santiago y en la que don Ramón dirigirá hasta su clausura, por la desastrosa Guerra Civil, el Centro de Estudios Históricos. En efecto, la Junta de Ampliación de Estudios supuso, con sus planes de intercambio internacional de profesores y la dotación de becas para estudiar en el extranjero, el impulso imprescindible para el avance de la ciencia nacional. Y su Centro de Estudios Históricos —con mayor fortaleza desde la edición trimestral, a partir de 1914, de la Revista de Filología Española— la escuela de hispanistas que fundó con toda propiedad y reconocimiento internacional la filología —y en buena medida también la historia— española. Me basta con enumerar las eminencias que en su seno completaron su formación bajo la dirección constante y afanosa de don Ramón: Navarro Tomás, Américo Castro, Pedro Salinas, García Solalinde, Alfonso Reyes, Lapesa, Zamora Vicente, De Onís, Dámaso Alonso, Fernández-Montesinos o Rodríguez Moñino. Cada uno volcado en su especialidad, pero todos ajustados al rigor científico, fueron contribuyendo al gran proyecto de don Ramón: describir la biografía de la lengua española —y, derivadamente y por emulación, de nuestras otras lenguas— en búsqueda de su escueta identidad; algo que superó a don Ramón vitalmente, pese a sus más de setenta años de incesante labor; al punto que su obra Historia de la lengua es póstuma, completada y publicada por su nieto, el también gran filólogo Diego Catalán, entre 2005 y 2006. El núcleo de su quehacer de sobra lo conocen: es su inmenso esfuerzo por clarificar y clasificar nuestra procelosa Edad Media —donde se forjaron nuestras distintas maneras de hablar—, la catalogación del vetusto y popular romancero —a la que contribuyó devota y decisivamente su mujer, María Goyri— o el carácter singular de nuestra gramática.
Pues bien, desde el año pasado, la Fundación Ramón Menéndez Pidal está celebrado el Bienio Pidalino, para recordarnos los ciento cincuenta años de su nacimiento y los cincuenta de su muerte. Para la deuda contraída por la nación con su legado viene resultando una conmemoración modesta y hasta cierto punto inadvertida por el país en general; lo que no encomia en absoluto a nuestros medios de comunicación, que debieran prestarle la atención merecida. No obstante, el Bienio se inauguró en noviembre pasado en la Real Academia Española —donde tantos años fuera director— con la solemnidad correspondiente. Luego, se han sucedido conferencias y exposiciones con una notable asistencia de público y entre una amena simpatía que nunca les ha restado rigor, sobre todo, en Madrid y alguna que otra en Oviedo, pues don Ramón, aunque tuvo una infancia y una adolescencia peregrina, nunca quiso dejar de sentirse asturiano. Ahora mismo, se abren dos muestras sobre don Ramón en Madrid; en la Biblioteca Nacional, Dos españoles en la historia: el Cid y Ramón Menéndez Pidal, y en el Instituto Cervantes, Escalas del español: los viajes de Ramón Menéndez Pidal. Ambas exposiciones permanecerán abiertas hasta finales de septiembre. Si tienen un momento de asueto y aunque solo fuera por rendir homenaje al hombre que tanto trabajó por clarificar nuestra identidad como pueblo, creo que debieran visitarlas.
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