El título de este libro despierta un gran interés, pues, obedece a una sinestesia en la que la imagen sonora tiene su trasfondo en una imagen visual; lo que vieron y oyeron los sentidos en un tiempo de color amarillo. La autora ha sabido indagar en lo vivido hasta rescatar desde los rincones interiores lo esencial y puro. Así, la poesía actúa como salvavidas y anclaje.
Tras Acero en los labios (Ediciones Camelot) publicada en 2016, regresa para entregarnos un viaje existencial cálido, que posee la capacidad de colocarnos en esa atmósfera cortante que es echar la vista atrás, al paraíso perdido cernudiano, frente al yo que vivió la infancia y la juventud. Marina despliega una poesía de cadencias continuas y sugerente sensualidad, ante las dentelladas del tiempo, ante la ubicación del ser en la sociedad, motivos siempre tratados con un punto de vista sugestivo.
Puede ser que el lector encuentre el prólogo del escritor ovetense, Marcos Tramón, excesivo por cuanto significa un exhaustivo análisis ensayístico que ocupa nueve páginas de la obra que viene a continuación, y no un escrito preliminar estimulante por cuanto habrá de encontrar el lector.
La organización del libro es acabada: se compone de una introducción en prosa, a la que le siguen ochenta poemas distribuidos en cuatro capítulos, más un epílogo firmado. El aparato textual figuran en este orden: Antonio Gamoneda, Javier Lostalé, Edith Sodërgran, Robert Burns, Carlos Marzal, Luis Miguel Rabanal, Juan Eduardo Cirlot y Juan Gil Albert, es decir, lecturas que nos acercan a la poesía de la intimidad y la metafísica; las emociones y los pensamientos, en síntesis. Cada uno de los apartados se abre con diferentes citas, en un total de ocho. La tensión íntima de los poemas esbozada en “Origen” es creciente hasta llegar al último de los poemas, “Ave Fenix”.
Ya en la primera parte, “Origen”, la autora deja claro el motivo nuclear que recorren los poemas: la evocación nostálgica de la infancia. Este recorrido es doloroso por el apego a las oscilaciones de la memoria, y el tono que se percibe es pesimista. El ambiente de la ría (de Avilés) primero y del mar (del Cantábrico) después se intuye sobre ese desasosiego, aunque las íntimas vivencias sobrepasen lo exterior. Así, se expresa en los poemas “Rosebud”, “Marea interior” o “Familia” que arañan a lo lejos. En otros, las alusiones a las formas artísticas de la música y la pintura provocan que el recuerdo flote con más fuerza, como en estos versos finales del poema titulado “Nada”:
no hay nada
como no hay nada en la música de Erik Satie
salvo ese velo de cloroformo
esos molinos que mueven sus aspas
los cuadros de Klimt que plantean
las únicas preguntas:
adónde iremos
llorando entre la luz.
En la segunda parada, “En el camino”, el sujeto avanza por los parajes de la memoria, en un tono apesadumbrado en el que se suceden el escepticismo y la negación. Los referentes exteriores no son lo que eran, esa imaginería está desposeída del ayer (“el recuerdo del café de Viena, / que nunca visitamos”, en “Aún”). De ahí que necesite volver a ellos, como reencuentro consigo mismo, como parte de su identidad. Sobre un paisaje visual y sonoro cada vez más potente, símbolo de cuanto se ha vivido y queda perdurable en la memoria, que es esencia revitalizadora y renovada versión del eterno quevedesco, como en los versos de “Pienso en ti”: “y a mí me ha cegado para siempre / esta niebla desde que tú no estás”. Pero el sujeto descree lo que revelan los hechos, necesita ponerlo en duda. El presente revela incógnitas que el sujeto necesita preguntarse. De manera muy visible en “Irrealidad”:
Es extraño mirarse en un espejo y no reconocerse,
tratar de responder a las preguntas cada tarde:
¿qué será de nosotros?
¿adónde fue nuestra juventud?
Llegamos a la parte central, la sección que más poemas aglutina, “Revelaciones”. Los paisajes se vuelven más visibles, poseen una mayor carga experimentada y de emocional lirismo. El tono que predomina en estas composiciones, que rara vez exceden la veintena de versos, nace de la fusión de emotividad y pensamiento, recibiendo una cascada de sensaciones arraigas en fragmentos descriptivos, con un tono elegíaco (“Cuánto tardará la luz en irse, / qué será de mí cuando ya no esté?”, escribe al comienzo de “Cuando yo me haya ido”), mientras que el pensamiento se forja como un intento por penetrar en la naturaleza, exponiéndola con un sesgo de narratividad aprehensiva y embellecedora, que recuerda, realmente, a quien está implícito, el familiar amado y ausente, como puede leerse en “Lo que late por dentro”:
Habitamos una hacienda
que se va quedando sin dueño,
con su pozo vacío,
con monedas enterradas en el patio,
y en el cielo, recortándose,
la palmera que alguien plantó
hace setenta años.
Y poema tras poema, alcanzamos el viaje del camino, la última parada “Resplandor”. Los poemas que corresponden a la parte final contienen un carácter inconfundiblemente entusiasta, donde se canta a la vida y se acepta los cambios. Las palabras sustentan el basamento de la mirada retrospectiva pero también la del futuro imaginario (“hacia nuevas palabras, / hacia nuevos horizontes insospechados, / en lasas que ofrecen / nuestro pasado inmortal”, en “Variación sobre La isla de los muertos, de Arnold Böclin”). En esa visión positiva e ilusionante son llamativos los títulos de los poemas “Visiones”, “Carpe Diem”, “Renacerás” o “Meditación” al que corresponden estos versos:
Nada hay más fascinante
que la vida que se desarrolla
entre tantos disfraces,
entre tanta trasmutación,
como la mirada de esas flores
agotadas por el calor.
El universo personal y propio de este libro se cierra con el “Epílogo”, que lleva por membrete “Poesía es libertad”. En él la autora expone su comprensión de la poesía como forma artística que indaga en el interior, cerrando el ciclo vital, y que alza al vuelo en busca de un lector.
Si bien el tratamiento reflexivo del sentido del tiempo que hace constar la secuencia de bajas, no menos atrayente resulta el entorno circundante en las que convive con la musicalidad, con las frías notas del recogimiento. En ocasiones, la narratividad ha dejado el poema tan desnudo que apenas presenta signos de puntuación. Así, ocurre en las composiciones “Nada”, “Duele”, “Esa extraña noche”. Asimismo ocasiona que el verso se prolongue hasta ocupar el espacio de la línea en los poemas “Resistencia”. Marina dota su poesía de sutil plasticidad, de adjetivación suave y frecuentes nominalizaciones que descansan en la elección de un vocabulario sencillo, cuidadosamente conjugado y ligeramente metafórico que otorga al poema un aire de exquisitez expresiva y difusa concreción, donde la forma artística concede el don de inmortalidad a la entrega del ser, a su ciclo vital:
Un sortilegio guía nuestro camino.
La tristeza del ayer llama a nuestra casa,
pero un sol inmutable reina en el recuerdo,
impidiendo los malos presagios.
[…]
Pues el dolor nunca vence a los sueños
ni a la poesía ni al arte en nuestra memoria.
Con "Un piano entre la nieve", su autora, Isabel Marina, nos pone de manifiesto su innegable capacidad para describir el andamiaje emocional de acendrado lirismo que al lector le llega con la delicada reflexión, con el que presagia un mundo expresivo con notables posibilidades de solidez y variedad en las siguientes entregas.
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