Desde su título nos anuncia la benévola cartografía desde donde se abren los poemas. Nos conduce a las coordenadas de su origen, hacia la intimidad del verso, a sentir su respiración. Luego nada será igual. Todo cobrará un nuevo sentido frente a la rueda inclemente del tiempo. Con siete libros publicados, Vaquerizo asienta su voz en tres puntales: memoria, sugerencia y distanciamiento.
La organización del libro en una sucesión de medio centenar de composiciones poéticas, breves en su mayoría, sugiere la construcción vertical de la identidad compendiada en la cuerda floja; el discurso poético del poeta sevillano se dirige a los lectores que sientan la necesidad de reflexionar, en el día a día, sobre la identificación del ser ante las dentelladas del tiempo.
A partir de los tres campos semánticos empleados en el poemario distinguimos que el tiempo, la música y el propio hecho poético conforman un poderoso triángulo sobre el que se ciñen los poemas, pero no son los únicos porque la certeza, la mística y el mundo se alían, en analogía, a los vértices anteriores.
En la carta remitida a María Zambrano por José Ángel Valente fechada en Ginebra, 17 de abril, le confesaba: “La poesía es palabra memorable, guardián de la memoria. De la memoria del origen”. Justamente es la memoria lo que nos zarandea y nos despierta del sueño de la apariencia, como se nos ofrece en el poema “Mestizaje”, de Caballero Bonald. Del mismo modo actúa en Versos del equilibrista.
El autor llega a la aceptación callada del fluir del tiempo, presentado al modo de Heráclito, y tomando aquellos versos de Manrique (“La continuidad de lo mismo es el sostén del mundo”, en “Sólo nos es común la calavera”). Para situarse a cierta distancia de lo biográfico, el sujeto se coloca en la voz de otros (“Arquímedes lector), pero es la memoria que reconstruye el pasado (“Porque todo / será sólo el esbozo del pasado”) porque todo origen tiene su retrospectiva (“porque todo comienza en un fragmento / nacido de un recuerdo”), un pasado que, por otra parte, se corresponde con el paraíso perdido cernudiano con la infancia perdida, tiempo perdido pero recuperado o transportado por la música (“he vuelto a vislumbrar el núcleo de mi infancia”; “que me conduce al sueño de ser niño”, en “Sones de acordeón”). En aras del encuentro con el momento pasado, la misma música se cuela por los intramuros de otros tantos poemas (“Costumbre”, Ámbito” . La espera llega a producir desequilibrio (“la gloria lacerada / por mi insufrible vida y por la espera”, en el poema “Job”; “donde el instante / conforma la inquietud silente de la espera”, en el poema “Hacia el final”).
El cambio del sujeto, cuando se dispone a tomar un café, deviene en una especie de sueño modernista en la mesa de un bar rememorando viejos tiempos: “los recuerdos que rejuvenecen / y apurando mi taza el tiempo pasa / de puntillas por todo. Yo envejezco”, en “Primer café; muta el tono en pesimista y elegíaco. La concepción del tiempo cíclico tampoco ayuda en la esperanza (“el hombre se consume / para volver a ser en otros hombres”, en “Metempsicosis”). Esta idea permanecerá reiterada hasta el final llegando a su punto álgido en los poemas “Tiempo en nosotros”, “Ser en el otros” y “La memoria”. Tras esta expresión asombrada, surge la afirmación que remontará la ilusión que va a permitir encontrar sueños y esperanzas, ya que muchas de las imágenes vividas están destinadas a no olvidar. Es así como volverá a ser, reinventándose (“vuelves / para sembrar raíces en el mar / y vaciarlo de sal y de amargura”, en “Amor en lo oscuro”).
El sujeto adquiere otra voz, se transforma en boca de Cicerón al modo machadiano (“Sólo tiempo y palabras”). También el distanciamiento viene provocado por la nebulosa de lo real a partir de los sueños y, en contraposición, las palabras (“Como a una semilla, / lo abonaré con sueños y palabras”, decía en “Arquímedes lector”).
Como una mística sin concreción, la poética de Carlos Vaquerizo parte de un sujeto que no se reconoce, o mejor dicho, en busca de reencontrarse consigo mismo; la voz lírica se dirige al amor personificado, en un guiño a San Juan de la Cruz, apareciendo de entre la niebla, por entre lo oscuro sin darse del todo, pues cuando parece revelarse vuelve a ocultarse (“Eres aullido, viento / regresando a la sombra de tu sombra”); sin embargo el poema se escora a lo doméstico, recordando el conocido poema de Dámaso Alonso (“como mujer que con alcuza vuelve”).
El poema, concebido como un laberinto, en recuerdo de Borges (lo leemos al final del poema “Sólo nos es común la calavera”), habilita, en ese espacio de rincones, a buscar la palabra, incluso a través del empleo de otros sujetos, otros nombres (“si lo hiciese querría alcanzar a los hombres”, en “Para el hombre”), que exprese su fragilidad pero que sea común, como en Blas de Otero y Neruda, a todos los hombres (“Mi verso se ha hecho hombre”, en “Palabras para Sebastián”, pues no le vale la singular suya sino la común a todos (“no quiero volver a abrazarme a mí mismo”, en “Para el hombre”) porque son los libros el contenido del pálpito y del dolor de los hombres (“entre los latidos de una ciudad nacida de la verdad y el llanto de los hombres”, en la composición “Un día en la ciudad”). El hecho de vivir se mantiene y encuentra sentido siempre y cuando no se esfume el misterio, el enigma que da sentido a pensar en la propia vida y razón que nutre la cotidianidad (“permanece el enigma, aferrado al tuétano y al lento suceder de los días”, dirá en la composición “La fuente”). Toda ida, todo viraje no es sino una búsqueda en el fondo de los caminos internos que articulan cómo somos y, al fin, el refugio último de toda tormenta se erige en nosotros mismos, como si fuésemos acróbatas perennes, pero, a poco, tensión y quiebra, como deducimos en “Costumbre”: “por eso se me quiebran los pasos”.
El propósito de aludir al amor, a la forma personal de señalar lo efímero y la fugacidad del tiempo, al inquietante deterioro de la juventud está asentado, aunque el remitente de los textos no se encuentre (“Madre”). Tiene sentido, entonces, como lo tendrá siempre, recordar de dónde partió el sujeto, cuál es su origen.
En relación a las anteriores publicaciones, "Versos del equilibrista" alcanza un mayor grado de experimentación. El poeta persigue el cauce justo para situarse y situarnos en el sistema comunicativo a los lectores (como puede verse en “Arquímedes lector”, “La palabra”, “Las horas muertas” o “Dejando de ser otro”, por citar unos cuantos. El autor anticipa la inventiva de la palabra sobre la densidad del hecho incierto, como se muestra en varias composiciones. Nombrar lo sublime se hace difícil, nombrar nuestro complemento, nuestra otredad, pero cómo lograrlo sin desposeerla de todas las cualidades, ese es el reto en “Mujer trascendida”: “encierras la llama y el olvido, la herida y el deseo y el poema”.
Ante de hablar de poema en prosa o de prosa poética, por evitar el oxímoron, es preciso desarrollar el término de poesía discursiva, pues a Vaquerizo, en ocasiones, tanto heptasílabos como endecasílabos no son suficientes, y su voz ha de emplear el verso compuesto de larga distancia, ya sea en versículo ya sea en la propia línea. No obstante, los poemas no pierden su reconocimiento, antes al contrario, el sujeto se enfrenta contra la impostura de la propia poesía. Y a base de un lenguaje que exalta el colofón de los sentidos frente a lo temporal, destaca el uso de repeticiones, imágenes visuales potentes, sugerentes descripciones…, y, sobre todo, la naturalidad y la armonía con que vierte su expresión depurada en endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos.
Carlos Vaquerizo es un poeta de ideas claras, que reflexiona sobre el hecho mismo de la escritura poética a través de referencias explícitas (Rilke, Juan Ramón, Rubén Darío, José Asunción Silva, Lugones, Luis Cernuda…) y otras tantas, implícitas, que puede leerse entre versos, como homenaje (Antonio Machado, Bécquer, Dámaso Alonso, César Vallejo, Pablo Neruda, Blas de Otero, San Juan, Dámaso Alonso, José Ángel Valente, Nicanor Parra…), demostrando que es un gran conocedor de la poesía de todos los tiempos.
"Versos del equilibrista", en síntesis, viene a plantearnos preguntas sobre la fragilidad del ser cuando estamos a punto de caer de la cuerda, justo en el ángulo que nos protege de la luz y de la sombra; unos versos cuando miramos al precipicio del pasado, cuando perdemos el equilibrio. Conviene mirarnos en ellos, pues nos encontraremos reflejos similares a nosotros mismos.
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