Así se nos muestra el Camus del año 1958 en el prefacio de "El revés y el derecho". Un librito que contiene sentencias como esta: «No hay amor por la vida sin desesperación por la vida». Esa fue la auténtica desesperación que le llevó a luchar con todas sus fuerzas contra el Hombre que se convirtió en un devorador de hombres. La luz y la pureza que acompañan a estos relatos que componen el primer libro que, el escritor francés publicó cuando tenía veintidós años, nos llevan hasta la esencia que buscó a lo largo de sus algo más de veinte años de carrera literaria antes de encontrar la muerte de una forma absurda junto a un árbol contra el que chocó el vehículo conducido por su editor: «Si, pese a tantos esfuerzos para construir un lenguaje y dar vida a unos mitos, no consigo un día volver a escribir El revés y el derecho será que nunca he conseguido nada. He ahí algo de lo que estoy oscuramente convencido. En cualquier caso, nada me impide soñar que voy a conseguirlo, a imaginarme que volveré a colocar en el centro de esta obra el silencio admirable de una madre y el esfuerzo de un hombre para recuperar una justicia o un amor que equilibren ese silencio». Y lo consiguió justo antes de morir, cuando afrontó la escritura de su inconclusa novela, El primer hombre, un chorro intenso de luz que ilumina los recuerdos y sus emociones de una forma magistral, tanto por la forma poética que manifiesta en unas ocasiones como por la fuerza arrolladora y conmovedora con la que se desarrolla en otras. Ahí es donde Albert Camus consigue que la desnudez de la vida adopte la forma de un sol infinito que vigila el mundo desde un cielo que sólo ven aquellos que miran a las estrellas, pues necesitan alimentar su alma de esa íntima necesidad de salir volando de donde el mundo les ha colocado. Camus lo hizo a través de su inteligencia, su coraje y su expediente académico. Una vitalidad intelectual que nunca le abandonó, como tampoco lo hizo su pasión por las cosas sencillas, esas que como él dice no valen nada: «En África, el mar y el sol son gratis». Todo eso que más tarde encontraría un lugar de privilegio en El primer hombre, ya está presente en el relato Entre sí y no, donde el recuerdo de la madre y sus silencios es de nuevo conmovedor por la sencillez y la hondura con los que Camus los narra. Su amor hacia ella es inmenso, como inmensa es la desnudez de los pensamientos de una madre analfabeta y sorda que expresa sus sentimientos a través de sus silencios y sus miradas: «Al llegar a cierto grado de privación, ya nada conduce a nada, no parecen tener base ni la esperanza ni la desesperanza, y la vida entera se resume en una imagen. Pero ¿por qué quedarse en eso? Sencillo, todo es sencillo; en las luces de los faros, una verde, una roja, una blanca; en el frescor de la noche y en los olores de ciudad y de sórdida pobreza que me llegan. Si esta noche lo que regresa hacia mí es la imagen de cierta infancia, ¿cómo no dar acogida a la lección de amor y pobreza que puedo sacar de ella? Ya que esta hora es como un intervalo entre sí y no, dejo para otras horas la esperanza o el asco de vivir. Sí, recoger sólo la transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una imagen. Y fue así como, no hace mucho, en una casa de un barrio viejo, un hijo fue a ver a su madre. Están sentados, frente por frente, en silencio. Pero se encuentran sus miradas.»
En los cinco relatos que componen "El revés y el derecho", así como en el discurso que pronunció el 10 de diciembre de 1957 cuando recibió el Premio Nobel de Literatura y en la conferencia que días más tarde pronunció también en Estocolmo bajo el título de Discurso de Suecia, podemos apreciar esa ambivalencia de Camus a la hora de enfrentarse a su vida desde la desnudez de sus recuerdos: «Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes; para las pequeñas basta con la misericordia»; y a la vida, desde su fiel compromiso con el hombre y su destino, porque como él mismo dijo: «He aprendido acerca de mí mismo, y sé de mis limitaciones y de casi todas mis debilidades. He aprendido menos acerca de los seres, porque mi curiosidad se refiere más a su destino que a sus reacciones, y los destinos se repiten mucho.» En este sentido, su lucha contra los totalitarismos que le tocaron vivir es firme y sin fisuras, tal y como se puede apreciar en sus dos intervenciones públicas en la ciudad de Estocolmo de 1957. Su destino, como artista y como hombre, estaba y está unido al de toda la humanidad. Su fórmula para no repetirlo: las palabras. «Aquella comarca me devolvía al centro de mí mismo y me enfrentaba con mi angustia secreta… ¿Cómo explicarlo? Cierto es que ante esa llanura italiana, poblada de árboles, de sol y de sonrisas, capté mejor que en otros lugares el olor a muerte e inhumanidad que llevaba un mes persiguiéndome. Sí, esa plenitud de lágrimas, esa paz sin alegría que me llenaba, todo eso no estaba constituido sino de una conciencia muy clara de lo que no volvía a mí: de renuncia y desinterés… Necesitaba una grandeza. La hallaba en el hecho de confrontar mi honda desesperación y la indiferencia secreta de uno de los paisajes más hermosos del mundo. Sacaba de él fuerza para ser a un tiempo valeroso y consciente» Y lo hizo. Lo hizo bajo la luz que ilumina los recuerdos y sus emociones.
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