Esa misma pregunta se la hice a Víctor Amela en una tarde primaveral de este invierno loco que estamos viviendo. La respuesta no se hizo esperar: “a nadie le gusta rememorar algo de su pasado que ha sido incómodo, desagradable o duro”. Por eso, a nuestros abuelos y padres les costaba tanto contar batallitas de la guerra. “En todas las familias de España han quedado muchas cosas por resolver, pero yo no acepto mirar hacia otro lado. Echar la vista a atrás sirve para saber de donde venimos. No se puede condenar al olvido cosas que merecen la pena conocerse”, apunta el escritor con decisión.
Manuel Bonilla, el abuelo falangista de Víctor Amela, fue amigo del poeta Luis Rosales. Federico García Lorca estuvo escondido en la casa de los Rosales durante seis días y la noche que pensaban ayudarle a escapar a la zona republicana por el frente de Motril, la casa donde se escondía fue asaltada por personas leales al gobierno civil de Granada, por aquel entonces Francisco Franco no había sido elegido aun generalísimo del ejército de los sublevados.
Tanto a Rosales como a Bonilla les costó superar ese trauma toda su vida. El bueno de Luis Rosales decidió, poco después abandonar la Falange y el frente para dedicarse a la propaganda del bando sublevado en la parte de Navarra, Bonilla tuvo que seguir peleando en el frente hasta la conclusión de la guerra fratricida. Ambos protagonistas tuvieron una inclinación hacia el silencio y, creo que nunca pudieron soportar lo que vivieron en aquellos días, por eso, Víctor Amela tuvo que escribir esta novela.
“La obligación del que cuenta una historia es ver, comprender y compartir, nunca callar porque es curativo tanto para el que escribe esa historia como para la sociedad. Yo necesitaba saber de donde vengo para entenderme a mi mismo”, razona el periodista y escritor catalán. Tanto es así que decidió romper con ese halo de silencio familiar que había durado tantísimos años en su familia. “Mi abuelo había aprendido a callar, callaba mejor que la tierra. Para él, era desagradable recordar los momentos trágicos que había vivido”, afirma con rotundidad el conocido periodista de “La Vanguardia”.
Aun así, consiguió que tanto su abuelo materno como su tío-abuelo paterno abriesen sus corazones y rememorasen esos momentos tan duros. “Ambos, no tuvieron juventud. Se les hurtó una parte fundamental de sus vidas. Tuvieron una vida mutilada y aunque cada uno estuvo en un bando, los dos fueron perdedores”, precisa con lucidez el autor que quiso escribir esta novela para que no se perdiesen estos recuerdos.
“Yo pude salvar a Lorca es, ante todo, un homenaje a mi abuelo, pero también a todas aquellas personas a las que les hurtaron toda o parte de sus vidas”, asevera Amela y añade “tenía muchas ganas en meterme en la piel de mi abuelo y en la de todos aquellos que sufrieron la guerra. También en la de Luis Rosales, al que asesinaron a su mejor amigo, Federico García Lorca -el hombre más importante de España de aquel tiempo- y otros amigos como el catedrático de literatura Joaquín Amigó Aguado al que despeñaron los republicanos por el tajo de Ronda.
“Rosales fue fiel a la amistad y a la cultura”
Luis Rosales después de la muerte de Lorca se dedicó a salvar a todo las personas que pudo de la insidia franquista. “Contrató para la revista falangista Jerarquía y la editorial del mismo nombre a todos los republicanos que pudo. Fue siempre fiel a la amistad y a la cultura. Ayudó a huir a muchos republicanos, aunque siempre se sintió culpable de la muerte de Federico porque no pudo salvarlo”, reflexiona entristecido y emocionado el autor del libro.
“Siempre hay que distinguir entre las buenas gentes que lucharon en la guerra y aquellos que aprovechaban las circunstancias convulsas para su provecho personal y eso ocurrió en ambos bandos”, analiza el autor barcelonés y agrega “Luis Rosales siempre fue un hombre muy valiente y sacrificado. Uno de los pocos que se comportó con honestidad en toda situación”.
La poesía es lo que hace que se superen todas las barreras
Víctor Amela ha querido contar la historia de su abuelo de manera descarnada, llamando al pan pan y al vino vino. “Creo que soy todo lo neutral que se puede ser. Unos me atacan diciendo que soy de izquierdas, otros lo hacen diciendo que soy de derechas. Soy un caso parecido a Manuel Chaves Nogales que a todos caía mal porque decía lo que pensaba y no le importaba pisar los callos de quien se lo mereciese”, razona ecuánime.
Federico García Lorca es un caso único en nuestra historia. Poeta respetado en todo el mundo y dramaturgo imprescindible para el siglo XX. “Antes de la guerra civil tenía en la cartelera de Barcelona hasta tres obras: Doña Rosita la soltera, Yerma y Bodas de Sangre; sus recitales poéticos llenaban teatros y se seguían por altavoces desde la calle. Que un poeta tan atávico como él triunfase en Barcelona era un milagro. Reivindicaba lo humano, lo trágico. Creo que la poesía es lo que hace que se superen todas las barreras”, concluye Víctor Amela y se dispone a partir hacia la estación de Atocha para coger el AVE hacia Barcelona, en el tren, seguramente irá releyendo unos versos de Lorca:
Muerto se quedó en la calle
Con un puñal en el pecho
No lo conocía nadie
¡Cómo temblaba el farol,
Madre!
¡Cómo temblaba el farolito
De la calle!
No fue en la calle sino en una cuneta, no fue un puñal sino una bala, a Lorca le conocían todos. No tembló el farolillo sino todo el mundo. Desde entonces un lucero brilla en el firmamento. Que nadie lo pueda apagar. Es la llama de la poesía que se quedó huérfana un 18 de agosto entre las localidades granadinas de Viznar y Alfacar.
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