Esta fama reciente no dio para convertirlo en emblema de aquella inclemente generación de hombres curtidos entre la espuela y el rebenque, porque su atractivo emanaba de la excepción de su desbaratada peripecia, y eso que penurias de todo jaez, durante aquella centuria del Descubrimiento y en aquella tierra sin límites, quebrada por colosales accidentes y sembrada de prodigios tan nuevos que el español se quedó corto para nombrarlos, las hubo y para todos los calificativos. Pero Lope de Aguirre era distinto por su arrogante desmesura: se enfrentó al rey y a la Iglesia, proclamó en el trasunto otro monarca de guiñol, al que dio garrote en cuanto le enflaqueció, y para colmo, estuvo siempre envuelto por aquella quimera que se tragó hombres sin tregua: El Dorado.
Expediciones tras aquel lugar borroso y anhelado se emprendieron siete u ocho, desde que la ceremonia de los muiscas de arrojar oro a la laguna de Guatavita corrió entre aquellos espíritus azuzados por la codicia, y todas, claro, se desbarataron en la nada de su fábula, salvo la de Pedro de Ursúa, pues de ella emergió el tenebroso Lope de Aguirre, con aquella afrentosa proclama contra el gobernante más potente del siglo: Felipe II. A esto hay que sumar la peculiaridad de su carácter que aún resuena en sus tres cartas: un espíritu sarcástico y, a veces —según sus cronistas Francisco Vázquez y Pedrarias Almesto—, trastornado por un extraño humor; por lo demás, enteco, mellado, cojo de un arcabuzazo y madurado en la guerra entre los Pizarro y los Almagro, que le alumbró, qué duda cabe, la idea de que El Escorial quedaba demasiado lejos y América era demasiado grande como para no proclamarse soberano absoluto de cuantas tierras acaparase. Como se ve una personalidad rotundamente tentadora para cualquier literato.
El primer escritor de fuste que lo recreó fue Torrente Ballester en su obra dramática Lope de Aguirre (1941). En esta función están recogidos en tres jornadas los jalones cruciales su figura: el asesinato de su capitán y patrocinador de la errática expedición tras El Dorado, Pedro de Ursúa, cerca de la actual Manaos; el asesinato del príncipe de ocasión proclamado por él, Fernando de Guzmán, y de la mórbida amante de Ursúa, Inés de Atienza, y, finalmente, su ejecución a manos de sus secuaces en Barquisimeto, cuando las tropas reales lo tienen cercado y sin escapatoria. Y con estos tres hechos vertebrales de su peripecia, el drama también recoge la peculiaridad de su carácter: su capacidad para la conjura y para someter a sus conjurados por un terror que bien propagaba con su sarcasmo cruel al dispensar las condenas a muerte o bien emanaba de sus raptos alucinatorios, que empavorecían aún más a aquel batallón de desarrapados.
Seis años después, el venezolano Úslar Pietri publicará, en su exilio norteamericano, El camino de El Dorado (1947). Es una novela sencilla y ecuánime —quizá la más ajustada a los hechos de todas las recreaciones—, donde Lope de Aguirre recibe una aguda matización respecto a la pieza de Torrente Ballester: nos lo perfila como un Yago; desde su aparición, Aguirre no cesa de propagar la intriga hasta alzarse, con una sibilina maestría, con su ciego propósito: que todos lo sigan hasta adueñarse del Perú como un nuevo Pizarro, pero sin más señor que su voluntad. A esta novela le siguió la que más éxito cosechó en España: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1962), de Ramón J. Sender. Este relato nos presenta a un Aguirre que sufre una transformación, a causa de la calamidad que los acucia en mitad del inabarcable Amazonas y de las tórridas temperaturas de la intricada selva: de oscuro tenedor de muertos —puesto bajo de la intendencia de la tropa— se transmuta en un tipo audaz y luciferino, que con saña se hará con el mando de la expedición y la conducirá hacia su agónico descarrío. Sender, respecto a Úslar y a Torrente, prima lo alucinatorio y la biliosa envidia como elementos germinadores del fatídico destino. Señala, pues, a su locura como la causa primordial de todo el siniestro. Por el contrario, la novela Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979), del venezolano Miguel Otero Silva, presenta una visión de Aguirre casi profética. Sin duda, Otero Silva parte de una lectura desengañada de los cronistas. Cree ver en ellos una prosa halagadora de la Corona, y que, por tanto, el pergenio funesto de Aguirre no es sino una patraña para ocultar al primer libertador de América; es decir, restaura al Aguirre que proclamó Bolívar. Al extremo de perfilar a un Lope de Aguirre propicio al mestizaje y a la equiparación del negro y del indio con el castellano.
Este idealismo de Otero Silva se sustenta en un hecho: Aguirre manumitió a los negros de la expedición con, quizás, el taimado propósito de ir sumando a su sublevación a cuantos esclavos hallase a su paso —no se puede olvidar aquí la rebelión de los cimarrones en tierras de Panamá, que sofocó el propio Ursúa—. Sin embargo, no deja de ser la añoranza de un Aguirre magnánimo y ucrónico, pues sus cartas, a las claras, lo contradicen y sus hechos, en la Isla Margarita, nos lo presentan como un verdugo desquiciado. Aun así, Aguirre no se agota novelísticamente aquí; Abel Posse, un año antes, lo había transformado en un Mefistófeles que recorría la malbaratada historia de la América hispana en Daimon (1978) y William Ospina volverá a echar mano de él en La serpiente sin ojos (2013), como el ávido revoltoso que, encabezando el descontento producido por la calamidad y desaliento, pondrá fin a los insaciables amores entre Ursúa e Inés de Atienza, en aquel bergantín perdido en el inmenso Amazonas. Y quizá aún vengan más relatos inspirados en la furia de Lope de Aguirre, una rareza en esa descomunal empresa que fue la conquista española de América, y que todavía ofrece tanto a la literatura.
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