Frente despejada, ojos ligeramente rasgados, bigotillo de puntas caídas. Se diría el retrato de un sabio chino, pero no. Era más la ascendencia judeo-española de su madre, Antonia López de Villanueva, lo que explica esa facha, y quizá también buena parte de su melancolía. Tres de sus parientes fueron quemados por la Inquisición mientras él sufría una educación panglossiana dictada por su padre, Pierre Eyquem, el severo Señor de Montaigne y alcalde de Burdeos. Para que conociera la pobreza, nada más nacer fue apartado del seno materno y vivió su primera infancia con una familia de campesinos, lo que explicaría –a juicio de Jean Starobinski- sus notorias carencias afectivas. De regreso a su château el joven Michel padeció un tutor alemán que sólo le hablaba en latín y griego, y solo a los ocho años se le consintió expresarse en francés. Treinta años después, tras la primera edición de sus Ensayos, ya se le consideraba el mejor prosista de su tiempo. También una suerte de filósofo natural hecho a sí mismo, un librepensador tan exquisito como genuinamente original –el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos-, que supo hacer de su claridad de juicio la clave de todo equilibrio interior, ese “que enseña a los hombres a vivir como se aprende a morir”.
STICKY FINGERS, EN EL SIGLO XVI
Su mentalidad avanzada en todo lo que escribe contrasta con el oscurantismo del mundo que le tocó en suerte. Guerras de religión, masacres como la de la noche de San Bartolomé, pestes como la que asoló Burdeos en los tiempos en que sólo la insistencia del rey le llevó a aceptar su más alta magistratura. El Renacimiento era así, una encrucijada de tensiones enfrentadas que alcanzaban su paroxismo en la gestión de la sexualidad.
En un tiempo en que la igualdad entre hombres y mujeres resultaba inconcebible, pautado por los prejuicios de Aristóteles, que imputaban al sexo femenino el rango de un animal astuto y voraz, los gentilhombres cubrían sus genitales con una ostentosa coquilla que anudaban a la parte alta de sus calzas por medio de unos lazos conocidos como agujetas. El resultado era una exhibición genital que no tendría nada que envidiar a la cubierta del legendario Sticky Fingers de los Rollings. Montaigne se jacta del contrasentido evidente: “aquello que más se exhibe, es lo que más se calla”. Pero, un par de capítulos adelante, siguiendo su estilo, hecho de elipsis y circunvalaciones, añade: “no dudo que el sexo que más calla” –en alusión al femenino-, “es el que más lo hace”.Su mentalidad avanzada en todo lo que escribe contrasta con el oscurantismo del mundo que le tocó en suerte. Guerras de religión, masacres como la de la noche de San Bartolomé, pestes como la que asoló Burdeos en los tiempos en que sólo la insistencia del rey le llevó a aceptar su más alta magistratura. El Renacimiento era así, una encrucijada de tensiones enfrentadas que alcanzaban su paroxismo en la gestión de la sexualidad.
En parte no le falta razón. Hablamos del siglo de la deslumbrante reina Margot y de las grandes cortesanas, como María de Cléves, la que ceñía su anular con un topacio para protegerse de las asechanzas de Eros, o como aquella Pantasilea della Roza que no toleraba que ningún hombre se le acercase si no lo hacía de rodillas. Pero también aquel en que Felipe II viaja a Inglaterra para casarse con María la Sangrienta confesando que lo hace como quien parte a una Cruzada. Montaigne no se queda atrás al pintar el matrimonio como una jaula –“los pájaros de fuera desesperan por entrar, pero los de dentro desesperan por salir”-, todo ello mientras deplora el amor romántico como un atentado contra la libertad del individuo.
CONFESIONES DE UN EYACULADOR PRECOZ
No obstante, así como ha decidido mostrarse a sí mismo sin máscaras, habla de sexo con toda libertad, comenzando por el suyo propio. Deplora que la naturaleza haya sido tan avara al proveerle de un miembro tan escuálido, y se tacha de “vicieux en soudaineté”, un eufemismo que encubre apenas su condición de eyaculador precoz. No cabe mejor preámbulo para arrostrar una de las más procaces supersticiones de su época. Y esta es, precisamente, aquella que afecta a las agujetas de sus floridos gentilhombres. Se temía que anudándolas de cierto modo y pronunciando algún conjuro maléfico –durante la noche nupcial-, se podía provocar la impotencia de cualquier marido.
Del Malleus maleficarum al Tratado de las supersticiones de Jean-Baptiste Thiers, todos los demonólogos del XVI aluden a esta práctica demoniaca, atribuida a los brujos, que, en los años del proceso de Loudun, alcanzó su paroxismo. Cierto, sus contemporáneos temían más que al diablo el síndrome de la “agujeta anudada”. En las antípodas de los inquisidores, Montaigne propone una explicación de orden psicológico que sentará cátedra en todas las teorías ulteriores acerca de la impotencia sexual.o obstante, así como ha decidido mostrarse a sí mismo sin máscaras, habla de sexo con toda libertad, comenzando por el suyo propio. Deplora que la naturaleza haya sido tan avara al proveerle de un miembro tan escuálido, y se tacha de “vicieux en soudaineté”, un eufemismo que encubre apenas su condición de eyaculador precoz. No cabe mejor preámbulo para arrostrar una de las más procaces supersticiones de su época. Y esta es, precisamente, aquella que afecta a las agujetas de sus floridos gentilhombres. Se temía que anudándolas de cierto modo y pronunciando algún conjuro maléfico –durante la noche nupcial-, se podía provocar la impotencia de cualquier marido.
En uno de sus Ensayos -La fuerza de la imaginación-, describe la disfunción eréctil producida por el presunto maleficio como un caso de inversión de contrarios: “si el cuerpo se enfría, es a causa de una apetito demasiado vehemente y de un ardor excesivo”. Al ardor de la imaginación viene a sumarse el peso de la obligación. No hay nada que Montaigne deteste más, ni mejor remedio que apartarla de la mente con el mismo antídoto con que combatió su carácter saturnal: curar la melancolía por medio de la melancolía, y los excesos de la imaginación por medio de la imaginación misma, libre de toda coerción.
A un amigo a quien el pavor al fiasco le llevaba a posponer su boda una y otra vez, le prescribe un minucioso ceremonial bien provisto de amuletos protectores, oraciones y medallas bendecidas –el Viagra de su tiempo-. A Montaigne le parecen “monerías”, pero no duda de su eficacia. Sobre todo si el ritual amatorio se inicia con una “declaración de impotencia”, que vincula con la esencia de su propia acción política: “He aprendido a prometer siempre un poco menos de lo que espero realmente conseguir”.
Así, tanto en su rango de escritor, o de hombre galante, como al frente de la magistratura de Burdeos, rechaza prometer nada por cuidarse del efecto paralizante de la promesa. “Valdría más mostrarnos desnudos a los ojos de las mujeres” -escribe-, “y dejarlas conocer a lo vivo eso que sus fantasmas inflaman, contribuyendo a exacerbar su decepción”. La analogía vale para su propia escritura, que “tantas veces languidece, cuando espero de ella un concepto bien armado”. Incluso para sostener un ideal de virtud donde las declaraciones de debilidad o blandura cifran el anverso de una callada ambición de fuerza y firmeza.
LA POLÍTICA EN EL BOUDOIR
Lo dice un hombre que no deja de reírse de sí mismo tanto como de su sexo: “natura me ha tratado de un modo tan ilegítimo e incivil como esta lesión enormísima”, añade, refiriéndose a su sexo sin ningún pudor. No se trata de un exhibicionismo inverso. Montaigne detesta igualmente la “falsedad y la impostura” de la parada sexual y el artificio “tramposo y engañador” de la parada verbal, aún más cuando transita de la privacidad al dominio público de la ciudadanía. “¿Por qué nos prohibimos hablar de sexo cuando comentamos sin tasa tantas otras actividades bastante menos naturales y mucho más abominables?”. Preguntarse esto en el XVI tenía sus consecuencias. Pero aquel Montaigne que solo pensaba en retirarse a su torre, primero con la temperamental Françoise de la Chassange, luego con su “hija adoptiva”, Marie de Gournay, hasta encuentra un beneficio, naturalmente sarcástico, en la hipocresía social: “Al no poder hablar de eso abiertamente, lo hacemos por medio de perífrasis y pinturas”.
Curiosa paradoja entonces, pues este autor que manifiesta su deseo de pintarse desnudo, no deja de travestirse para eludir sus responsabilidades políticas. Su preeminencia en la alcaldía de Burdeos, como su rango de negociador entre la Corte y el futuro Enrique IV, lo señalaban como un actor importante. Montaigne no se cansa de repetir que se siente inútil para tan elevadas tareas, y se retrata en sus textos como un gentilhombre inane, ocioso y retirado de todo.
¿A qué obedece esta distancia entre el ideal de “virtus” y su constante declaración de impotencia? Una vez más responde el Paradigma de la Agujeta. En aquellas postrimerías del XVI, ante una Europa bañada en sangre a cuenta de las Guerras de Religión, donde el aliado de ayer encubre apenas al enemigo de mañana, Montaigne no encuentra otra manera más eficaz de involucrarse con los asuntos del mundo que desde una prudente distancia: “Ya que no puedo resolver lo que sucede, me resuelvo a mí mismo”. De ahí el revolucionario encabezamiento que elige para su proyecto de escritura. “Ensayos”, es decir, tentativas, intentos y nada más que eso, pues no los considera tesis, ni teorías, ni nada que se le parezca. Por más que esa dama veleidosa no deje de tentarle, Montaigne se amarra los machos. Es por falta de poder, que no de deseo, por lo que declina toda acción política. Y así como predica la igualdad entre hombres y mujeres, no se cansa de apelar a la cordura de sus iguales, pues el único “acto de amor” digno de tal nombre sería el que pusiera fin a las carnicerías, las injusticias y las aberraciones de su tiempo.
LA BASE IDEOLÓGICA DE LAS HOGUERAS
También aquí, como en las paradas nupciales de los preciosos ridículos, mediaba una desaforada pérdida de las proporciones que atribuía a los desvaríos de la imaginación. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces, parece susurrarnos. En toda esa pompa y majestad de los amos del mundo, en el filisteísmo de tantos profetas apocalípticos, en la prepotencia elevada a los estrados de la alta política, detecta fractales de esa artificiosa inflamación genital deparadora de mil y una impotencias.
Al exhibir la suya como materia de reflexión, Montaigne avanza una larvada declaración de principios: ya que como alcalde carece de fuerza para arrancar a los presuntos brujos de las garras de sus verdugos, planta en su libro la semilla de una explicación racional que, con el tiempo, erosionará la base ideológica sobre la que se alzan las hogueras. Gracias a su relato, los gritos de los masacrados en la Francia del muy católico Enrique III, salvarán a los inocentes en los siglos venideros.
No cabe mayor reivindicación de la actualidad de Montaigne y de sus Ensayos. He aquí un hombre que se burla de su debilidad y de todas sus miserias, mientras multiplica la fuerza y las audacias de su escritura. Así es como desde su lejano siglo XVI su palabra lo convierte en nuestro más acuciante contemporáneo. Pues, en este mundo nuestro, igualmente sacudido por la violencia y la desigualdad, el miedo al otro y el exceso de lo propio, ¿cómo no advertir en la sabia humildad de Montaigne un reflejo de nuestra propia impotencia?
EL MAL DE LA PIEDRA
Desde su posición de repliegue, declarándose “irremediablemente solo”, parece darnos una lección de sabiduría política acerca de la inanidad de todo compromiso. Pero no, es justo lo contrario: sus declaraciones de impotencia no buscan sino acentuar la urgencia de una acción que plante cara a la locura del mundo y lo vuelva un lugar habitable.
Lo hizo sin investirse con la toga del magistrado ni las sayas del predicador. Con un estilo llano y directo, con mil ironías y autoparodias, escribiendo en el francés del pueblo, y solo como para sí mismo, inauguró ese concepto, “mâitre à penser”, que heredarían siglos después Sartre, Bergson, o Bertrand Russell. Aunque media una apabullante salvedad: si los grandes existencialistas no vacilaron en erigirse en guías espirituales urbi et orbi, decididamente poseídos por la inflamación de sus coquillas mentales, Montaigne rehúso defender otra filosofía que su búsqueda de una identidad personal.
“No he visto nunca tan gran monstruo o milagro como yo mismo”, escribe, sin otro objeto que describirse y conocerse, sin reconocer otra cosa que la enorme distancia que advierte entre él y su propio yo. Lo que vale por decir entre él y su sexo, su imaginación y su impotencia. Bastaría con eso para salvarse de cualquier superstición, pero tampoco. Por ironías de la historia, este hombre sabio que escarneció todas las de su tiempo, ha acabado protagonizando una de las más elocuentes en el París de 2016.
Allá, en el Barrio Latino y desde 1930, se alza una estatua en su honor. Pues bien, los estudiantes de la Sorbona, que queda justo enfrente, no se privan de tocar su pie derecho cuando llegan los exámenes, esperando que este santo laico a su pesar los ilumine con su elocuencia. Peor hubiera sido que se encaramaran a su pedestal para hurgar en su bragueta. Ni el mismo Montaigne hubiera podido imaginar que el mal de la piedra, que le hizo sufrir terribles cólicos nefríticos hasta el fin de sus días, llegaría a depararle un destino tan escasamente intelectual. Y tan decididamente promiscuo.
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