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Sara Mesa
Sara Mesa

La importancia de “ser original”

sábado 23 de febrero de 2019, 08:45h
En la entrevista que el pasado siete de diciembre pudimos leer en el suplemento de libros de este diario, Los diablos azules, a la escritora Sara Mesa a propósito de la publicación de su última novela, "Cara de pan", interpreté que la autora rechazaba la pregunta que solían hacerle: “¿qué has querido decir con esta novela?”.

Más adelante, afirma que “no puedo explicar la pauta de interpretación de esta o de cualquier otra novela, porque yo misma no la sé o no la tengo clara.” Y remata: “a mí que me pidan que exprese de otra manera qué he querido decir en la novela me pone muy nerviosa, de eso ya se encarga la crítica, la publicidad, todo lo que rodea al libro.” El volver a cuestionar un dogma como el de las “supuestas claves interpretativas” de toda obra de ficción da cuenta de la robusta salud de la que gozan, aún hoy en día, los estereotipos o ideas preconcebidas o populares sobre la escritura de novelas, la escritura en general y los escritores.

A partir de esta entrevista y de algunas consideraciones sobre la cuestión suscitadas por la reciente serie El embarcadero, que estoy “siguiendo” en estos tiempos de redes sociales donde todo el mundo “sigue” a todo el mundo, donde nos convertimos en “influencers” o en “followers”, trataré de centrarme y desmontar tres de estos estereotipos o mitos que siguen circulando sobre el arte de la escritura creativa.

La primera de estas creencias es la que he referido en la introducción. Lo que bien apuntaba Sara Mesa lo han venido reclamando, con evidente poco éxito, la crítica literaria seria y los estudios académicos sobre el postmodernismo. El autor, por el mero hecho de serlo, no es “el guardián de las esencias.” Los escritores que buscan algo más que engatusar a los lectores sí guardan algunas nociones de los temas que les inquietan y utilizan los “trucos” del oficio (el manejo del lenguaje, su herramienta de trabajo, y los recursos literarios) para hacerlos llegar a sus interlocutores y, de paso, provocarles miedo, risa, tensión o reflexión. Ahí termina su trabajo. Luego ya es competencia del lector el desvelar esas claves interpretativas, esos populares “qué habrá querido decir con eso.” No existe una única clave allá arriba, en lo alto del Olimpo, donde moran los autores, y a donde deben encaminarse con mayor o menor fortuna los sufridos lectores en busca de la interpretación correcta. De hecho, cuanto más deliberadamente ambiguo sea un texto, tanto más se enriquece con las distintas aportaciones de sus lectores, incluidos los editores, los agentes, los críticos literarios o los periodistas especializados.

Para ilustrar la segunda creencia generalizada sobre la escritura de ficción, me referiré a una escena de El embarcadero. El personaje interpretado por la gran Cecilia Roth, una escritora consagrada, recibe en el salón de su casa al equipo de editores, que se plantan para reprocharle que sus libros están perdiendo fuelle frente a la frescura de los nuevos. La respuesta de la autora, pareciendo ser la correcta, cae justamente en otra de las ideas al uso: la de que cada libro debe ser completamente distinto al anterior. En otras palabras, refuerza el mito romántico de que “hay que ser originales”, de la musa que inspira de la nada al escritor, frente al reconocimiento honesto y sensato de una tradición de la que emanan todos los estilos y “voces.” Los malos son los editores por querer sacarle al “genio” del escritor siempre el mismo libro. Se comprende que los guionistas de El embarcadero han leído poco a Cortázar, a Vila-Matas, a Bolaño, a Angela Carter, a Auster y, desde luego, casi nada de Patrick Modiano. Por esa regla de tres, el premio Nobel francés, que podrá gustar o no con independencia de habérsele concedido el galardón, faltaría más, y al que se le conoce justamente por sus temas recurrentes y obsesivos (la memoria, París, los pasos inciertos de la juventud, algún episodio oscuro que atormenta a los narradores…) no debió ser merecedor de tal honor, por repetitivo, cansino y “poco original.”

El tercer y último tópico sobre la narrativa que abordo a continuación es el de la persistencia, ya entrados en el siglo XXI, del narrador omnisciente del XIX, como modelo de autoridad a seguir. De nuevo en El embarcadero, a la altura del tercer o cuarto capítulo de la primera temporada, con el objetivo, supongo, de añadirle variedad a la narrativa, se incorpora en modo “off” la voz de Cecilia Roth que nos “explica”, a tramos, parte de la historia que ya nos han venido contando la imagen, el sonido y los diálogos, la santísima trinidad del lenguaje audiovisual. Su personaje ha decidido empezar a escribir una nueva novela basándose en la repentina y desquiciante experiencia traumática que arrasa a su hija. Escuchamos a la escritora leyendo lo que va escribiendo en su portátil. El entrecomillado que utilicé más arriba cuando escribí “explica” sirve un doble propósito: por una parte, el de generar ironía, ya que es un recurso que no añade nada nuevo a la forma, fragmentada, ágil, en que se nos venía contando la historia; y, por otro, el de denunciar la pretensión de aportar un aura de grandeza, una “visión superior” que planea por encima de los personajes y los espectadores y que llega a conclusiones “iluminativas” sobre la existencia humana vedadas a aquéllos. La narradora no duda ni plantea dilemas. Muy al contrario, lo sabe todo, y mejor que nadie, sobre el dolor, el deseo y las pasiones. Se anticipa, por su sabiduría de serie, a los destinos trágicos de los personajes, y clava sentencia tras sentencia, frase hecha tras frase hecha, si bien intercala por momentos alguna percepción más particular y, por lo tanto, más cercana a una mirada literaria interesante.

Son muchos los motivos que nos llevan a escribir y/o leer ficción, todos ellos legítimos, pero he querido destacar aquí el que nos acerca, a través de las peripecias de otros, los personajes inventados, a lo que hemos sido y somos, a lo que queremos ser y al mundo que hemos ido creando. Todavía, por fortuna, existe una ficción que especula, plantea y cuestiona lo establecido. Púlpitos, sobran.

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