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Arturo Úslar Pietri
Arturo Úslar Pietri

Úslar Pietri, herencia y vocación

jueves 21 de febrero de 2019, 07:39h
Siempre ha habido hombres a los que su linaje les impone –a veces hasta sin severas coerciones; simplemente, no tienen más salida— un destino, mientras la vida, con su vitrina inagotable y jacarandosa, los tienta con otro; y ambos les resultan tan distantes y difíciles de conjugar que la disyuntiva los aboca de cabeza al quebranto.

Al punto que muchos de esos hombres, resignados ante la circunstancia, acaban presos del mucilaginoso rencor; otros cuantos, en un gesto aciago de rebeldía, eligen los lúgubres derroteros de la aniquilación, y los menos, bien por un golpe de fortuna o bien por obra de la sutil inteligencia, alcanzan a hilvanar los imperativos familiares con la ansiada vocación, y hasta con admirable brillantez. Uno de estos rarísimos casos es Arturo Úslar Pietri.

Llamado a ser prócer de la nación desde mucho antes de la cuna; más o menos desde que el primer Uslar, que pisó el Caribe, se uniese a Bolívar como edecán y triscase los Andes con su desmedrado ejército de lunáticos, su destino estaba trazado para escribirse con adjetivos más o menos sonoros en las crónicas de su país; Venezuela. Y este augurio se hizo más firme cuando su abuelo materno, el general Juan Pietri, integró los gobiernos de Juan Vicente Gómez, al que el niño Arturo conociera de anciano paseante o conducido por su berlina durante aquellos crepúsculos de un cárdeno infinito, mientras Europa entera se despedazaba en las trincheras de Flandes; pues su familia llegó a residir por unos cuantos años en el acotado Maracay de aquel patriarca de la patria, como lo tildara García Márquez.

Sin embargo, la literatura lo atrapó en la adolescencia, y con ella sus ansias de cosmopolitismo. Y en cuanto pudo, Úslar Pietri partió a París como agregado civil de la Embajada. Para entonces ya había publicado su primera colección de cuentos, Barrabás y otros relatos (1928), y, sobre todo, su manifiesto “Forma y Vanguardia”, en la revista Válvula (1928), que alumbrará la senda a la nueva literatura venezolana. En París, además de fundar su ejemplar amistad con otros dos conjurados aprendices de novelista, Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, se empapará de aquello que buscaba: las nuevas formas narrativas. Fruto de esos días es su primera y más célebre novela: Las lanzas coloradas (1931).

En este relato casi inaugural ya encontramos cómo Arturo Úslar Pietri trenza tanto el destino que le viene heredado —la política— con su vocación —la literatura—, pues, sobre las muchas virtudes que la ensalzan como un texto ineludible, Las lanzas coloradas es eso que denominamos una novela histórica, y como toda solvente novela histórica no versa sino sobre los escarceos —belicosos y atronadores, o sordos y traicioneros— por adueñarse del poder.

Al compás, su carrera política se extenderá casi tanto como su vida: desde ministro con solo treinta y tres años, con el consiguiente exilio que acompañaba a todo político hispanoamericano notable, hasta regresar de senador e incluso postularse a candidato para la Presidencia de la república, Arturo Úslar Pietri fue una figura insoslayable del liberalismo pragmático y un punto conservador de la política venezolana. Concluirá esta larga y espinosa peripecia, que no era, como ya dije, más que una herencia que se remontaba a los días previos a la fundación de su país, como distinguido embajador ante la UNESCO, en 1979. Al tiempo, no cesó y ni cesaría de publicar hasta su muerte, en 2001, cientos de artículos con los que ilustrar a sus paisanos sobre las novedades benéficas del mundo y hasta en un esfuerzo, que tal vez nos resulte chocante, mantuvo un programa semanal de televisión durante más de treinta años, con el mismo afán: mostrar a los venezolanos cuánto había de provechoso en la historia de la Humanidad; en definitiva, divulgar el conocimiento y las mejores y más prácticas maneras cívicas, una tarea que también compete al político aunque se eluda con tanta frecuencia.

Mientras, su novelística que se reduce, en cambio, a siete títulos, en absoluto es ajena a este empeño. Es más; resulta casi una prolongación, pero desde el reverso del litigio político. Y si dejamos aparte Un retrato en la geografía (1962) y Estación de máscaras (1964), que transcurren en la inmediata Venezuela, los cinco títulos restantes son relatos de ese género que hemos convenido en calificar de “histórico”; o sea, que transcurren en un antaño más o menos remoto y, claro es, tratan de la pugna por el poder.

Entre estas cinco novelas hay que distinguir La visita en el tiempo (1990) que narra la angustia de un heredero sin herencia: el legendario don Juan de Austria, mientras que el resto se ocupan de episodios de la historia venezolana y aun americana. Tal es así que Las lanzas coloradas y La isla de Róbinson (1981) suceden durante los momentos fundacionales de aquellas repúblicas y sobre dos personajes tan adversos en todo como lo fueron el tremebundo Tomás Boves, el León de los Llanos, y el inofensivo Simón Rodríguez, y con un claro protagonista casi ausente de ambas: Simón Bolívar. Este par de novelas, a pesar del corsé que les imponen sus respectivas tramas, nos detallan las raíces del fracaso político de Hispanoamérica, sobre las que se ha escrito tanto, por lo que las convierte en una lectura, sobre emocionante, ineludible para comprender aquel desamparado continente. En cuanto a mi predilecta, Oficio de difuntos (1976), siendo la biografía —con sus licencias novelescas mediante— de Juan Vicente Gómez, es, sobre todo, el agudo inventario de las causas que hicieron posible aquella generación de patriarcas de la patria, que ahormaron a casi todas las repúblicas a la medida de sus voluntades sin escatimar crueldades en su propósito. Y, por último, El camino de El Dorado (1947) —ahora editada en España por primera vez— es el más fiel relato de la desventura del llamado “primer libertador de América” por Bolívar, que en la sencilla narración de Úslar y para desgracia de aquel continente, no pasa de ser un pendejo sanguinario, ávido de proseguir los pasos de Gonzalo Pizarro, para acabar como este: con la cabeza expuesta en una picota. Cuenta, pues, la siniestra trapisonda de Lope de Aguirre, asesinado, tras un centón de padecimientos, por sus hombres, en tierras venezolanas.

Con este empeño por rescatar de la historia algunos episodios, que su destreza convirtió en ejemplares, por cuanto nos exponen las causas del inmenso naufragio de América, Arturo Úslar Pietri consiguió enlazar el provenir para el que estaba destinado desde que Johann von Uslar, ataviado de dormán con alamares y morrión de húsar, se unió a aquella tropa de desnutridos por trochas de indios con su juvenil vocación, macerada siglo y pico después por los cafés de un París surrealista, y que ya no le abandonará nunca.

Gastón Segura

PD.: En un esfuerzo encomiable, la editorial Drácena ha editado recientemente no solo El camino de El dorado, sino también Oficio de difuntos, La isla de Róbinson y La visita en el tiempo.

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