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Manuel Rico
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Manuel Rico (Foto: Javier Velasco Oliaga)

Manuel Rico: “Con el 23 F había vuelto el miedo heredado de nuestros padres, el que todavía vivía, en letargo, en nuestras casas”

Entrevista con el autor de “Escritor a la espera”

martes 05 de febrero de 2019, 21:35h

Manuel Rico es poeta, novelista y ensayista, todo un homus literarius como demuestra en sus diarios. Tras una vida dedicada a la política; fue diputado, entre otras cosas, de la Asamblea de Madrid, decidió dejar apartada su carrera política para dedicarse a escribir. Si bien comenzó como poeta, pronto oyó la llamada de la narrativa y es, precisamente, en ese momento cuando decidió escribir estos diarios literarios que incluyen sus muchas reflexiones sobre la literatura de aquellos años y, también, de la novela social que se escribió en los años cincuenta. El libro está publicado por Punto de Vista Editores.

Manuel Rico Rego
Manuel Rico Rego (Foto: Javier Velasco Oliaga)

En aquellos ochenta, la mayoría pensaba en la Movida madrileña y musical, sin embargo, Manuel Rico pensaba en clave literaria y política. Hasta Enrique Tierno Galván llegó a decir en la presentación de un concierto: el que no esté colocado que se coloque. Rico le hizo caso y se posicionó en el mundo de la literatura y no en el de las drogas que tantas víctimas nos dio en aquellos años. El libro es un reflejo del pensamiento del autor y de la actualidad literaria de ese momento. Con acierto, disecciona muchas obras que ahora nos son gratas recordar. En la entrevista, nos descubre sus puntos de vista plíticos y, sobre todo, literarios y algún que otro secretillo.

Sus diarios "Escritor a la espera" han dormido en un cajón más de 25 años. ¿Siguen teniendo vigencia después de tanto tiempo?

Muchas de las reflexiones que ahí se recogen tienen plena validez hoy. Cuando saqué del cajón los cuadernos y releí lo escrito más de un cuarto de siglo antes me di cuenta de que mostraba una mirada fresca, casi adánica, sobre la realidad y sobre el mundo literario (al que en aquellos años me era ajeno) pero a la vez y quizá por eso muy incisiva y crítica, sin prejuicios, que he mantenido a lo largo del tiempo: mi visión de la literatura realista, la poesía y sus vínculos con la vida frente al artificio por el artificio, el papel de la memoria en la narrativa y en la poesía y mis juicios sobre algunos autores y tendencias del momento, desde los veteranos Juan Goytisolo o Carlos Barral a aquellos que comenzaban a publicar como Muñoz Molina o Llamazares… O sobre la moda que irrumpió de un modo brutal como el realismo sucio americano, Carver, sobre todo, a la vez que se enterraba la estela de nuestros cuentistas de la generación del 50 y aledaños….

Comenzó a escribirlos en 1985, ese año casi ocupa la mitad del libro. ¿Qué significó y que tuvo de importante para usted dicho año?

Aquel año comencé mi primera novela, Mar de octubre (1989) mientras ejercía labores políticas en el primer parlamento regional de la democracia. Yo venía de la poesía —entonces sólo contaba con un poemario publicado— y escribir la novela, avanzar en la prosa, me suponía un esfuerzo notable. Caí en la cuenta de que necesitaba “hacer mano”, ganar en soltura, familiarizarme con la prosa narrativa y por eso decidí escribir periódicamente sobre lo que me ocurría, sobre lo que pensaba, sobre lo que leía. Mi vida cotidiana, mis viajes, la situación política, mis lecturas, mis aficiones, mi mirada sobre la ciudad en que vivía… Entonces no era consciente, pero acabé construyendo la crónica íntima de un tiempo, el de la transición. Aquel año fue un año duro porque ETA actuaba y fue un año lleno de buenos augurios: España entró en la Unión Europea. Pero lo hizo el mismo día en que la banda asesinaba a varios guardias civiles. La cara y la cruz.

¿El titulo refleja cómo se sentía usted en los mediados de los años ochenta?

Sí, Completamente. Yo venía de un barrio en la periferia de Madrid. De una familia en la que los únicos libros que recuerdo, al margen de los de texto, era Los cipreses creen en Dios, de Gironella, y Los curas comunistas, de Martín Vigil. Eran libros que compró mi padre casi al azar. Esa carencia no impidió que muy pronto, a los trece o catorce años, empezara a apasionarme por la poesía leída en el texto de literatura de cuarto de bachiller. Pronto empecé a saber de grandes nombres: Machado, Azorín, Unamuno, Juan Ramón… Ése era, para mí, el mundo literario. Un espacio lejano, inabordable para un chaval de barrio que solo había visto bibliotecas en las películas. Los diarios, escritos mucho tiempo después de aquella primera experiencia, reflejan ese llamémosle “complejo”. Y, con él, mis contactos con la movida literaria de los ochenta. Las decepciones y los fracasos editoriales, el proceso de escritura de mis primeros libros, los poemas desechados, los sucesivos títulos de poemarios o de las novelas…. Era un escritor “a la espera”, formándose pero a la vez, aguardando a la puerta de ese mundo mitificado en la distancia como el intruso que pide permiso, que llama a la puerta sin seguridad alguna de que alguien le abra.

Los años de la Movida madrileña fueron esenciales para la cultura y no sólo para la música. ¿Cuál era su Movida, la política o la literaria?

Mi movida era otra. Yo estaba más vinculado con la periferia, con lo barrios, con mi barrio. Desde la política “a pie de calle” o desde la literatura en precario que se hacía en asociaciones de vecinos, en locales parroquiales, a la sombra del gobierno municipal de Tierno Galván. Recuerdo (lo cuento en el diario) mis viajes en autobús, reuniones en lugares remotos, asombradas lecturas, vacaciones familiares en modestos apartamentos entre libros, niños y manuscritos en revisión, entre pañales y paseos de atardecer y baños y juegos… Gabinete Caligari, Dhncan Dhu, Alaska, Los Secretos, Ñu, Asfalto o Barricada, el cine de Almodóvar o de Colomo o Trueba eran música o telón de fondo… como las noches de Rock Ola o el Madrid nocturno de Malasaña. Yo estaba cerca de todo eso, pero fuera de ello, en un lugar distante.

Mi Movida era la literaria

En aquellos años, acabábamos de superar un intento de golpe de estado. ¿Cómo afectó dicho golpe a la ciudadanía?

Por un lado confirmó algo que había empezado a difuminarse con el llamado “desencanto”: la Constitución era un arma básica para construir el futuro. La evidencia fue que los golpistas tenían como objetivo su suspensión. Por otro, los ciudadanos tomaron conciencia de que la transición iba en serio y tenían que empujarla y hacerla suya. No había otra. Aquella voluntad se demostró en la noche del 27, con la gran manifestación que abarrotó el centro de Madrid.

También fueron años del plomo. ¿Tenía miedo la población de un retroceso democrático?

Con el 23 F había vuelto el miedo heredado de nuestros padres, el que todavía vivía, en letargo, en nuestras casas: la sombra de la Guerra Civil se proyectó, alargada, sobre la década. El terrorismo de ETA, menos el del GRAPO, pero también la extrema derecha, actuaba casi a diario. Hoy nos es difícil imaginarlo, pero hubo años con un centenar de asesinados de promedio. Cada vez que la radio emitía la noticia de la muerte de un general, o un guardia civil, el país quedaba congelado pensando en lo que se diría en los cuartos de banderas de las dependencias militares.

¿Calificaría como un éxito la Transición española?

¿De qué otra forma se puede calificar un proceso que dio lugar a cuarenta años de libertad y democracia de los cuarenta y siete que ha vivido en toda su historia nuestro país? Con sus defectos, con sus errores, creo, en contra de lo que piensan algunos, que fue una obra gigantesca cargada de generosidad, de comprensión y de voluntad transformadora. La reconciliación nacional se plasmó en el texto constitucional. Uno de los más avanzados de Europa.

Cómo militante y diputado autonómico del PCE, ¿cómo vivió aquellos años?

Con una mezcla de ilusión y temor, o miedo. Todo era importante, decisivo. Recorrí zonas remotas de la provincia organizando partido y tomando notas para mis libros. Estudiando urbanismo y ordenación territorial y leyendo sobre novela, o sobre poesía. Debatiendo de política y viviendo en tensión por la falta de tiempo para leer la última novedad del nouveau roman, de Sarraute o de Claude Simon. Pensando que la vocación literaria se truncaba. Aunque siempre me animaban algunos ejemplos como los de los italianos Pavese, Pasolini, Sciascia, o del barcelonés Vázquez Montalbán.

¿Le decepcionó la falta de evolución en el partido comunista?

Sí. Viví sus sucesivas crisis en el ojo del huracán. Yo defendí el eurocomunismo, coincidí en ese esfuerzo con Carrillo, Sartorius y otros líderes cercanos a lo que entonces era el PCI de Berlingüer, leí mucho a Gramsci… Pero el sueño eurocomunista no fue más allá de la condición de sueño. Quizá porque su única evolución posible era el reformismo fuerte de la socialdemocracia, su ala izquierda.

“Mi vida estaba marcada por el permanente enfrentamiento política-literatura”

Ante todo, estamos ante unos diarios literarios. ¿Primaba más en su vida la política o la literatura?

En tiempo y dedicación creo que me repartía casi al cincuenta por ciento. Emocionalmente vivía siempre la tensión no sé si dialéctica entre obligación moral para mis compromisos con la política y falta de tiempo para dedicarlo a la literatura, a la poesía, a mis novelas. La vida estaba marcada por ese permanente “enfrentamiento”.

En sus lecturas alternaba la novela social de los años 50 y la de la época. ¿Tenía preferencia por alguna de las dos?

Yo estaba muy marcado por mis lecturas de los años 70, desde el Martín Santos de Tiempo de silencio o el García Hortelano de Nuevas amistades hasta el Juan Benet de Volverás a Región o los autores del boom latinoamericano pasando por Carmen Martín Gaite o narradores menos conocidos como Antonio Ferres o Armando López Salinas, o el López Pacheco de Central eléctrica junto a la novela americana de entreguerras, a la Generación Perdida, o a narradores centroeuropeos como Kafka, Walser o Max Frisch. En aquello años se tendía a ensalzar a Benet a la sombra de Faulkner y a calificar de costumbrismo que sabía a “ajo y morapio”, expresión de Molina Foix, al resto. Yo empecé a leer a los que llegaban: Longares, Eduardo Mendoza, Mateo Díez, Merino, Pombo, los ya citados Llamazares y Muñoz Molina, Mercedes Abad, Rosa Montero, una parte coetáneos y otros de una generación anterior. Sus primeras obras. Eran los días de la “nueva narrativa española”

También da cuenta de su evolución literaria. En aquellos años se decantó por la novela en vez de la poesía. ¿Con cuál de estos géneros se expresaba mejor en aquel entonces?

En el tiempo que se cuenta en Escritor a la espera escribí dos novelas y casi concluí una tercera que apareció en 1992, El lento adiós de los tranvías. En paralelo escribí dos poemarios. Yo creo que no hubo una decantación en favor de un determinado género. Más bien se podría hablar de una inmersión en la literatura con dos caminos paralelos que en determinados momentos de cruzan.

De sus lecturas de novela social, ¿cuáles son los libros que más le marcaron?

Entre los libros más “literarios” de esa sensibilidad, El Jarama, de Sánchez Ferlosio y Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. Y entre los más abiertamente sociales, La piqueta, de Ferres, Central eléctrica, de Jesús López Pacheco, y los cuentos de Cabeza rapada, del hoy olvidado Daniel Sueiro.

Hace una crítica de los libros que estaba leyendo en aquellos años. ¿De aquella literatura de los ochenta por cuáles libros se decanta especialmente?

Un libro hoy olvidado, Muchos años después, de José Antonio Gabriel y Galán, El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales, y La orilla oscura, de José María Merino. En poesía recuerdo con especial emoción mi lectura de El jardín extranjero de Luis García Montero y, en las antípodas estéticas, De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, de Blanca Andreu. .

En aquellos años la política tenía algo de droga. Todo estaba en construcción y pedía el tiempo que le dieras

¿Tiene para usted la literatura de viaje un significado especial?

Lo escribí en el prólogo a mi libro Letras viajeras: el género es, en el fondo, “otra forma de viajar”. En los diarios hay zonas que se identifican con ese tipo de literatura. Ciudades que, solo o en compañía, visité entonces, viajes fuera de España o a remotos y desconocidos lugares del interior del país. Cualquier salida era excusa para recrear los escenarios visitados mediante la palabra.

¿Era difícil compaginar literatura y actividad política?

Sí. En aquellos años la política tenía algo de droga. Todo estaba en construcción y pedía el tiempo que le dieras. Desde la labor en el parlamento regional hasta la venta de cerveza en la caseta del partido en las fiestas del barrio. Sé que eso les sonará a chino a muchos autores de mi generación, pero en mi caso así era. Durante años la literatura era aquello a lo que me dedicaba en las madrugadas. Muchas veces, tras acabar interminables reuniones sobre programas municipales o rumores de asonada en los cuarteles.

¿Y ambas cosas con la vida familiar, con las preocupaciones cotidianas?

Si de algo me arrepiento tantos años después es de que la combinación literatura-política fuera una bomba de relojería para mi vida personal y la de quienes formaban mi mundo íntimo, mi mujer, mis hijos, sobre todo para ella, que fue decisiva en su apoyo y en su confianza hacia “mis labores”. Todo eso asoma en los diarios y en ellos siempre hay un poso de mala conciencia. También aparecen otras pulsiones íntimas: mi pasión por la naturaleza, por el mundo rural, mi particular paraíso perdido en el Valle del Lozoya, al norte de Madrid, los escenarios de mi primera novela y de algunos veranos de la infancia: el Mar Menor, Cabo de Palos, el Mediterráneo…

Y para finalizar, mirando hacia el pasado, ¿qué significaron para usted esos años?

El tiempo de formación que no pude tener en la adolescencia. El de la construcción de la biblioteca de la que carecí en casa. El de la acumulación de fuerza y experiencia para escribir novelas como La mujer muerta o Verano o poemarios como La densidad de los espejos o Donde nunca hubo ángeles. El de la espera… como escritor al margen. El que me acabó situando en un lugar sin generación y sin antología que me acoja: el del francotirador. Y en lo colectivo: el que solidificó la democracia que se levantó tambaleante de la noche del 23 F.

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