Esta mañana, el hombre volvió a ocupar su asiento. Como sospechaba, tampoco sacó ningún móvil. Ni rastro de periódicos o revistas. Durante el tiempo que estuve observándolo desde mi terraza (más de treinta minutos, calculo), se mantuvo casi inmóvil, con las manos apoyadas en el regazo y los dedos entrecruzados, como vienen haciendo los jubilados españoles desde que se inventó la jubilación, allá por los años dorados del Caudillismo. Sólo la cabeza giraba despacio a un lado y a otro de cuando en cuando. Los gritos de los niños sofocaban los trinos de los pájaros y la lavadora del tráfico que rodaba al otro lado del paseo. Llamaron su atención. Se quedó un buen rato, más de diez minutos, observando a los niños. Fue en ese tiempo que le hice algunas fotos. Se podrían necesitar pruebas…
Han pasado cinco días justos desde que lo vi sentarse frente al parque de los niños. En estos cinco días he seguido su rutina muy de cerca, sin que haya detectado variaciones de consideración. Tampoco se habría alterado hoy si no hubiera irrumpido una pareja a pie de la brigada de vigilancia local. Alguien más, por fin, ha debido darse cuenta. Alguien con más aplomo que yo.
Los agentes, un hombre y una mujer, se acercaron al extraño y le solicitaron la documentación. El sospechoso tardó algunos segundos en proporcionársela. Los agentes estudiaron la cartera que les extendió con cierto detenimiento. Se inició una conversación. ¿Un interrogatorio? El sospechoso se mostró cada vez más nervioso: gesticulaba con brusquedad y, de no haber sido por la lavadora del tráfico que circulaba al otro lado del paseo, hubiera escuchado su tono airado, amenazante, sin dificultad. En un momento dado, el agente lo agarró por un brazo, pero el delincuente, en un alarde de agresividad, se soltó y huyó corriendo. Lo alcanzaron en seguida, en menos de un minuto, como era de esperar. Aun así, me pareció que a los dos agentes les costó reducirlo. Uno o dos minutos más, y ya se habían formado pequeños corros de curiosos que zigzagueaban aquí y allá con sus móviles en alto en busca de la mejor perspectiva. Llegó un coche patrulla de la brigada de vigilancia local. Se bajaron otros dos efectivos, de nuevo una mujer y un hombre, y entre los cuatro condujeron al pederasta al interior del vehículo. De inmediato, las dos agentes, en estricto cumplimiento de su deber, dispersaron la ya nutrida congregación, que rozaba la ilegalidad. Fue preciso el uso de porras eléctricas contra algunos curiosos que se habían acercado demasiado al coche patrulla. Cinco minutos después, aproximadamente, el paseo recuperó la normalidad: volvieron el tráfico rodado, los trinos de los pájaros y los gritos de los niños en el parque.
Dejé de grabar.
Ahora que todo ha terminado y he dejado constancia de lo ocurrido, siento alivio. Y orgullo. Sí, orgullo también. Cabeza alta. Deberes cumplidos.