Las ideas, que son creaciones puras de la humana mente (3), son ilustradas, materializadas, con mitos, como enseñó Platón, o con circunloquios hechos de más ideas, como enseñaron los escolásticos, que concatenaban abstracciones, o con ejemplos, como enseñó la “Retórica” aristotélica (4). ¿Qué de tales mitos, raciocinios o ejemplos puede realmente comprender el trujamán, el traductor de textos?
Para sosegar las horas de tedio hemos leído mitos prehispánicos, y notamos que nos parecen irracionales por carecer ellos de racionalidad occidental, de prótasis, epítasis y catarsis, por ejemplo, o dicho con letras de oro o de acero, por andar ayunos de pensamientos lopescos u homéridas, occidentalmente filosóficos.
Los conceptos de todo grupo humano, que procuran contener los quides, las cualidades, las razones y los fines de los objetos, son configurados por eso que Kant llamó “arquitectónica de la razón pura” (5), que en cada pueblo o país o cultura varía según los avatares climatológicos, geográficos, topográficos, políticos o científicos. ¿Pudo el trujamán medieval, piénsese, traducir las egipcias o romanas descripciones de las esencias halladas en documentos y oralidades que han tolerado el roer el tiempo?
Los sentimientos, que son subjetivos, afecciones enderezadas hacia cosas, personas o países, afecciones conceptuadas para ser llamadas “amor”, “odio”, “rencor”, “complacencia”, causan misticismos, o que las almas crean que entre ellas se comunican con términos divinos. Causan también que lo material, como el cabello de la amada o el garbo del amado muden, sean ya no “corpora terrestria”, sino “corpora caelestia”. ¿Puede el trujamán comprender metáforas que sólo pueden ser urdidas, como las de Shakespeare, en inglés, o los retruécanos que sólo pueden ser gozados en castellano, como los de Baltasar Gracián (7)?
Las visiones, o imágenes, son conjuntos de cosas estáticas dependientes de los tres fundamentos del teatro que es el mundo, que son tiempo, espacio y acción (8). ¿Puede el trujamán traducir las pinturas hechas con letras que se realizaron, por ejemplo, ha diez siglos, época en la que los actos eran originados por otros sentimientos y por ideas distintas?
La filosofía crítica, y sobre todo la filosofía de Kant, nos aleccionó para distinguir lo subjetivo, lo relativo, que depende de lo sensorial y de lo epocal, de lo objetivo, de lo absoluto, que depende de las potencias racionales que en todo pueblo, clase social o ser humano hay. ¿Pero qué es lo objetivo? Lo lógico.
Sugiero que el traductor de hoy, tan alejado de Grecia, de Roma, de la Florencia del Renacimiento, de las lucubraciones matemáticas árabes, debe ser humilde, simple “field worker”, como dice Popper, y también que al arrostrar vaguedades, diacronismos indescifrables o léxico que parece simbología mística, debe conformarse con dilucidar las operaciones lógicas que sustentan los textos que vierte a otras lenguas. Es menester, así, digresión sobre la lógica que nos muestre cuál es el límite, el alcance y la validez de la lógica.
Soslayar lo subjetivo, dirá cualquier filósofo sano, es acatar las reglas de la lógica, o sólo admitir que es conocimiento objetivo la materia que puede ser trabajada por la lógica, que crea imágenes, hipóstasis. La lógica es, recuérdese, un proceso, movimiento, es decir, no petrificación, sino movimiento de imágenes, y además es lexicalización o simbolización que apunta o hacia ideas o hacia objetos o hacia posibilidades. Dicho apuntamiento, para ser verídico, útil, debe ser sustentado por la experiencia constante, por las ciencias, que contienen, dígase de sencillo modo, informaciones cuasi perennes, no fugaces, que describen específicos, duraderos aspectos del mundo para inteligirlo, para mensurarlo. Con ese mensurar, o retener en la mente lo que parece perenne, lo permanente, recordamos objetos, los contabilizamos para considerarlos parte del mundo, para rotularlos con palabras útiles al urdir proposiciones.
También, con tal quehacer, reconocemos los objetos, esto es, los distinguimos cuando están en el abigarramiento del caos sensorial que cada día roye nuestro magín. Recordando permanencias y discerniendo prevemos las apariciones de las cosas del porvenir, y además los movimientos de la realidad, que solemos denominar con las palabras “inmediato” y “necesario” y “universal”. Reconocer, recordar y prever lo de marras posibilita el progreso intelectual, el crear categorías espaciales, temporales. Ellas nos permiten, por cierto, analizar mental, sosegadamente, lo que captamos, y ordenarlo, colocarlo dentro de lo que perdura, de lo que efectivamente nos atañe, de lo que esperamos.
Lo perdurable, o conjunto de causas constantes materiales y formales, a guisa de hipótesis nos orientan en el desorden mundano, y lo efectivo, lo real, corrige a nuestros sentidos, que son grandes amigos de ilusiones, de paralogismos, de antinomias. Y lo posible estimula disciplinadamente a la imaginación, que es riquísima fuente heurística de la que beben los curiosos.
Luego de tan rasguñada definición de la lógica desbrocemos, con somero silogismo, la relación entre lo formal del pensar y los textos. Todo texto, o tejido intelectual, es urdido con palabras, que casi siempre son conceptos o articulaciones para hilvanar conceptos (Wittgenstein, recuerdo, decía que algunas palabras son como manivelas), y todo concepto, dice la filosofía kantiana, es sólo representación, imagen. Nunca conocemos “en sí” los objetos. Conocemos, y es menester conformarse con ello, sólo las apariencias de los objetos.
Luego, si los textos son imágenes, entonces traducir textos es traducir imágenes. Pero la palabra “traducir” y la palabra “imagen”, de cierto, no concuerdan semánticamente de modo inmediato. Las imágenes, según el pensar popular, o basado en el “sentido común”, pueden ser descritas o interpretadas, o explicadas, mas no traducidas.
Todo texto, sabrán los lectores frecuentes, es un sistema de signos. Sistema, dice Kant, es un todo de cosas regido por una idea. Esas cosas, aquí, son las palabras. Las palabras, que son siempre ambivalentes, polisémicas, o como dijo Saussure, posesoras de dimensiones alegóricas, filológicas, sincrónicas, diacrónicas, son signos, que los semiólogos y hermeneutas dicen que son letreros, referencias (9).
Miguel Morey, por quien conocí la filosofía de Deleuze, en artículo de “El País” (26 de diciembre de 2011) dice que el lenguaje es un “poder misterioso”. No desdeñemos la metáfora, que procede, como todas, de la intuición, que es sólo el punto de partida de toda indagación filosófica. Es poderoso el lenguaje, primero, porque configura, ordena, y además porque anima, aviva, digamos, lo muerto, lo quieto, lo mudo. El lenguaje, mediante la poesía o la retórica embelesa sonoramente, y sobre todo regala existencia a los actualmente afamados “núcleos ético-míticos”.
El lenguaje, connota Morey, no es objeto, sino algo con “pulso que late”. Late, pues las palabras sirven para expresar los mudables “gemidos inenarrables” que tenemos dichos, y no admite ser enseñoreado por los gramáticos, que lo pulimentan, pero no lo sosiegan. Late porque no es mero signo legible, sino también sonido, sonido que cambia en cada zona del planeta, en cada región del país, en cada clase social (10). Late, finalmente, porque es semilla de lo posible (la fe se edifica con palabras), material de la imaginación.
Dicho sistema de signos nos muestra el mundo inteligible, como el moral, que tanto metodizó Kant, y hácelo semántica y linealmente. Semánticamente, pues es cuerpo, forma, imagen, que la mente sólo puede relacionar, separar o comparar según significados, y linealmente porque somos finitos, o por mejor decir, porque no podemos vislumbrar el mundo simultáneamente.
Morey, bíblicamente, dice que hay el lenguaje de Dios, el creador, el que urdiéndose conforma las cosas, como acaece en las esferas de la técnica, donde nombres de materias, funciones, formas, se acoplan lentamente hasta forjar nueva entidad. Hay, además, el lenguaje nacido del contemplar las cosas, como el que usamos para signar el viento, la tormenta, la mosca. Tal léxico es onomatopéyico, imitativo, diría Aristóteles. Y hay el de los hombres, que es el esgrimido para explicar, digamos, al niño lo complejo, al supersticioso campesino la astronomía, al burgués inconsciente el marxismo, al ateo los insoslayables dogmas religiosos o a las catervas de Enrique Krauze el concepto de injusticia histórica.
Sostiene Morey que los traductores, que quéjanse de tamaña trifurcación, bregan contra los babélicos diasporismos lingüísticos, que trituraron la lengua común que la Biblia refiere, y lo hacen porfiando en que el inglés debe leer lo español, en que el neoyorquino debe poder leer lo griego, etcétera. Olvida que las ciencias, que parcelan el mundo, crean lenguajes sólo inteligibles para los mismos que los hacen, tanto, que podemos decir que unos hablan alemán, otros latín, otros químico y otros matemático. ¿Puede un idioma que no ha ejercido la química, digamos, transcribir lo que los lenguajes químicos dicen, o sólo puede con laxitud terminológica balbucear los conceptos de ellos? Si no puede, que transcriba, no traduzca, pues traducir, como hemos visto, es sólo una idea, algo inasequible.
Hora es de exponer el contenido de la palabra “concepto”. Concepto es representación, imagen, objetos que luego de ser captados son recordados, reproducidos con la imaginación de modo simultáneo, o por mejor decir, inmóviles, y tal inmovilidad hace que quien los capta pueda, si gusta, interpretarlos desde la derecha, desde la izquierda, desde arriba, etc. Esa arbitrariedad interpretativa, o subjetivismo, invita a creer al observador que puede enlazar las cosas según el capricho.
Las imágenes, por ser cerradas, acabadas, son totalidades, o en jerga kantiana, conocimientos, que pueden ser míticos, éticos, científicos, etc. Conocimiento, escribe Kant, es “un todo de comparadas y entrelazadas representaciones” (“ein Ganzes verlichener und verknüpter Vorstellungen ist”) (11). Comparar, hacer analogías, de ordinario no es un quehacer objetivo, sino subjetivo, pues depende de los conceptos de esencia, cualidad, causalidad y posibilidad de cada pueblo. Para algunas tribus, p. ej., hay semejanzas entre animales que provocan miedo, sean vertebrados o no, sean marinos o sean terrestres, y para algunos poetas del jaez de Cervantes hay semejanzas entre la mujer y el vidrio (12).
La lógica, vemos, necesita conceptos, urdir imágenes para operar, y las imágenes siempre son arbitrarias y trazadas, cuando están en textos, con idiomas que proceden no de la científica experimentación metódica, sino de la imaginación mítica. Traducir, así, es sólo transcribir sistemas de signos con otros sistemas de signos, o decir lo que se dijo en una civilización para que otra lo comprenda. ¿Existe hombre que conozca la totalidad ya no de dos, sino de una civilización?
Ni San Pablo, tan ayudado por el Espíritu Santo, pudo evitar errores traductológicos. Él, por leer la Biblia en griego, la “Septuaginta”, conceptuoso creyó que la palabra “Torá” significaba “ley”, que realmente significa “instrucción”, como señala Martin Buber (13). Traducir es transcribir para nuestra época lo dicho en otra. Los tecnicismos griegos, dice Ortega y Gasset, proceden de la “actitud nativa de la mente” primitiva, que era realista, inocente (14). ¿Podemos volver a eso que hoy los pensadores llaman “intuiciones primigenias”?
Traducir, además, es transcribir lo que se dijo en otra cultura para que otra lo entienda. Jorge Luis Borges dice que cultos hombres de letras argentinos trataron de hablar gauchescamente (15), y que haciéndolo crearon la literatura gauchesca. ¿Podrá algún alemán doctor, meditemos, o algún filólogo español, entender eso de que los versos brotan del inspirado como “ovejas del corral”, citando el “Martín Fierro”? Traducir es transcribir lo que se dijo en otra clase social para que otra lo comprenda. Hay palabras folclóricas, dice Sheridan, y albures que sólo pueden ser interpretados por aquellos que viven en los arrabales (16).
¿Qué avisos es menester acatar para aminorar, que no quitar, todo error de traducción? Primero es imperioso no resemantizar, no falsificar las palabras. Las palabras, han dicho Marx y Engels en “La ideología alemana”, pueden entremezclar significados científicos, políticos, literarios. Hoy, verbigracia, el léxico de los mercachifles anda entreverado con el léxico de los psicólogos, y “triunfo” evoca imágenes de oro, y “felicidad” evoca imágenes turísticas.
Muchos traductores, esnobistas, intelectualoides de cepa rousseauniana aseveran que existe el “lenguaje natural”. El inconsciente lingüístico cree que el ser humano, al hablar, hace lo que los animales hacen al aullar, al graznar, al mugir (17). Olvidan que las palabras, cuando no son meras señales, son conceptos, y que éstos se socializan merced a consensos. Por eso Gramsci, en carta para su esposa (18), dice que los traductores de fiar son conocedores de las civilizaciones cuyos lenguajes leen y traducen.
Traducir, hoy se sabe, no es afanar el puritano ideal de “fidelidad”, que mucho fue fomentado por la exégesis bíblica, sino transcribir según el concepto de “adecuación”. Traducir es, en suma, sólo descifrar la lógica que ocultan diversos sistemas de signos, de imágenes, que llamamos “idiomas”, y transcribirla con otros signos.-
Notas:
(1) “Lejana”, aquí, significa: diferente no sólo semántica, sino gramatical, sintáctica, prosódicamente. El alemán, por ejemplo, anda más lejos del español que el inglés.
(2) Sepa el lector que las citas latinas proceden de la Nova Vulgata dispensada por el Vaticano.
(3) Véase la Kritik der praktischen Vernunft, de Kant, donde se dice sistemáticamente que las ideas, que son útiles sólo en el campo de la moral, pues guían al albedrío, son causas incausadas. En el cap. III asevera, recordará el lector, que lo movido por materia es “automaton materiale”, mas lo movido por “representaciones” es “automaton spirituale”. ¡Y sabrá Dios, dígase literalmente, de dónde provienen las ideas!
(4) Distingue Aristóteles en la Retórica, verbigracia, los discursos deliberativos, que son para aconsejar o para disuadir, es decir, para avisados arrostrar lo futuro, lo posible, que es abstracto, y que por ende necesita “ejemplos”.
(5) Kant, en la Kritik der reinen Vernunft, sostiene que la razón humana, para operar, define qué es la psique, el alma, con eso denominado psicología, y las cosas con eso que llamamos ontología, y la urdimbre del mundo con eso que llamamos cosmología, y los orígenes y fines del mundo con lo llamado teología. ¿Qué traductor español asegurará, por ejemplo, que conoce la psicología, la ontología, la teología y la cosmología del pueblo que ejecutó los textos que trabaja? ¿Podemos traducir lo que no comprendemos?
(6) San Juan de la Cruz, diciendo “el rostro recliné sobre el amado”, palabras del poema Noche escura, confiesa que creyó que tuvo comercio material con Dios. Los cristianos, recuérdese, padecen revelaciones cristianas, y los judíos judías, y los islámicos islámicas. ¿Podrá el traductor cristiano, así, traducir poemas hechos de revelaciones ajenas a la propia fe?
(7) Gracián, en los libros sobre la Agudeza y arte de ingenio, refiere que un amante, en vez de decir “Isabel”, dice “Y sabe él” para que algunos no conozcan el mensaje que barroca, connotada, simbólicamente, emitía. Es, así, la fonética, lo material de las palabras, parte fundamental del mensaje. Luego, tal codificación no puede ser traducida, sino explanada.
(8) La palabra “historia”, dice la etimología que nos regalan los filósofos de la editorial Gredos, es término griego que significaba “paralizar el movimiento”. Historiar es paralizar, y paralizar es transformar una situación en un objeto, esto es, hipostasiar. Y toda hipóstasis, dice Kant, causa premisas falsas.
(9) Una escuela filosófico-lingüística dice que los signos que deben estudiarse son, sobre todo, las palabras, y otra escuela dice que los signos, que pueden ser imágenes, sonidos, olores, merecen todos igual interés académico.
(10) Se sabe, como ha explicado Alfonso Reyes en el libro Literatura española, que la gente del norte del país, como la de Nuevo León, gusta del lenguaje lacónico, comercial, laboral, instructivo, y que la del centro, donde vivieron, por ejemplo, Sor Juana y Ruíz de Alarcón, gusta del retórico, y que la del sur, donde la naturaleza es exuberante, donde se “amotinan los verdes” y se desbordan los ríos, como dice López Obrador, presidente de México, gusta del lenguaje poético, anafórico, batológico. Para amenizar el día profiera el lector cualquier poema de Neruda, por ejemplo, según la “curva melódica” sureña, y casi sentirá el sentir de Neruda, y luego profiera el mismo poema según la “curva melódica” norteña, y casi reirá llorando.
(11) Kritik der Reinen Vernunft, B127.
(12) La parte I, cap. XXXIII del Quijote, dice: “Es de vidrio la mujer,/ pero no se ha de probar/ si se puede o no quebrar,/ porque todo podría ser”. ¿La cristalina, honesta metáfora, sirve a algunas mujeres modernas que afirman que la mujer, sólo por ser mujer, es incapaz de mentir? Javier Marías, en artículo llamado ¿Evitar a las mujeres a toda costa? (El País Semanal, 30 de diciembre de 2018), escribe que hoy muchos creen que “las mujeres han de ser creídas en todo caso”.
(13) Cfr. Zwei Glaubensweisen, cap. VII, de Martin Buber.
(14) Ver la Lección IX del curso ¿Qué es filosofía?, de don José Ortega y Gasset.
(15) Dice Borges: “El narrador de Don Segundo Sombra no es el chico agauchado; es el nostálgico hombre de letras que recupera, o sueña recuperar, en un lenguaje en que conviven lo francés y lo cimarrón, los días y las noches elementales que aquél no hizo más que vivir” (Sur, Buenos Aires, número 217-218, noviembre-diciembre de 1952).
(16) Guillermo Sheridan, en texto llamado Más verga, maistro (Letras Libres, 11 de marzo de 2016), apunta que la palabra “verga” puede significar portentos y denuestos, y que por ser harto polisémica exige al que la usa sagacidad exegética.
(17) Muchas reflexiones del presente texto fueron inspiradas por el cap. V del libro La lingüística en Gramsci, de Antonio Paoli.
(18) Carta a Julia Schucht del 5 de septiembre de 1932.
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