Un terreno sobre el que nos caemos con la única intención de volver a levantarnos. Esa cercanía de una cámara que, desde unos magníficos planos generales, se adentra en la piel de los sentimientos para hacernos creer que aun somos capaces de percibir la vida tal y como es, y no como nos la cuentan, es una de esas rara avis que posee esta película. El naturalismo de la puesta en escena, el ritmo de una cámara que sigue la cadencia de un corazón que busca en las entrañas de aquello que ve, sin más referencia que la memoria, y la distancia con el tiempo que marcan los recuerdos. Este inesperado neorrealismo que despoja al cine de la inexactitud del tiempo para volcar toda su fuerza en el potencial de largas secuencias que, sin embargo, se nos muestran sin llegar a su finalización para que de este modo cada espectador pueda ir construyendo su propia película, son algunas de las características que hacen a esta película única y diferente. Del mismo modo que, en su percepción de la fotografía sobre todo aquello que se nos muestra, la convierten en una plástica experiencia visual a través de imágenes que buscan en la sencillez la interpretación de la belleza. Por ejemplo, la secuencia inicial del agua que se desliza sobre el pavimento hasta que llega a desaparecer por el sumidero, es un claro indicio de ello.
Alfonso Cuarón en "Roma" se refugia en el útero de su infancia y en la supervivencia que resiste a la devastación del paso del tiempo, para desde ese recóndito lugar, ofrecernos una historia de héroes mudos y anónimos. Héroes que, sin embargo, no se rinden ante las circunstancias adversas de sus vidas. Son héroes, mejor dicho, heroínas, que reinterpretan la vida desde la verdad de los sentimientos, o desde un corazón que, por muy afligido que esté, se muestra valiente. En este sentido, no se nos debería olvidar que el director mexicano dedica esta película a las mujeres más importantes de su vida. Una de ellas es la empleada de hogar, Cleo, interpretada por una majestuosa Yalitza Aparicio. Otra es su madre que, en Roma, visualizamos a través de Nancy García García. Ellas son el cordón umbilical de un tiempo y una vida a la que Cuarón dota de la permeabilidad de las sensaciones hasta convertir lo cotidiano en una suerte de épica del mundo y de la existencia, pues en Roma, está al alcance de nuestras manos todo aquello que alguna vez fue importante en nuestras vidas.
Roma es uno de esos extraños hallazgos que convierten el día a día en una Biblia de imágenes que inundan a nuestros ojos de vida. Vida hecha de pequeños descubrimientos, de miedos, inseguridades y proezas que nadie saben lo que significan, porque nadie se para a contemplar los sentimientos como los hace Cuarón: desde la desnudez de la inocencia que busca su propia verdad. Una verdad que se sustenta en la realidad de ese corredor de fondo que no ceja en su empeño de llegar a una meta que sólo existe dentro de él. Hay rebeldía en los personajes de esta película, pero es una rebeldía sumida en el silencio de ese sol que nos muestra las experiencias vitales bajo el manto de la felicidad silenciosa que se refugia en los límites del corazón. Hay muchas escenas en esta película que, desde la incertidumbre, nos ponen los pelos de punta, como por ejemplo, la de la playa que acaba con toda la familia abrazada cerca de la orilla del mar. Una secuencia y una imagen que, por sí mismas, valen por toda un vida, pues nos hablan de la necesidad del otro y de la íntima necesidad de cubrir ese caparazón de nosotros mismos que se queda desguarnecido ante la desgracia. Desgracias adornadas con las lágrimas de una infancia que se desborda una y otra vez por los límites de los recuerdos. Recuerdos-frontera, recuerdos-sima, recuerdos-inocencia. En esa inocencia que nos muestra Cuarón nace la necesidad de esta película de abordarlo todo, como si ese pequeño espacio de tiempo de apenas unos meses, que transcurre entre finales del año 1970 y principios de 1971, fuese la historia de todo una generación, y también de un pueblo, el mexicano, que como tantas otras veces se nos muestra convulso, como la tierra sísmica bajo la que se asienta. Y, al otro lado, o lejos de ahí, el cielo. El cielo con sus nubes, sus rayos, sus huracanes y sus aviones que pasan y pasan, y no dejan de pasar. Vigilantes perennes e indiferentes de todo aquello que sucede bajo su ruidoso fuselaje, como si en verdad, los adelantos tecnológicos sólo sirvieran para alejarnos de la vida y, de esa tierra firme, donde transcurre nuestro día. Aviones que son el reflejo de la distancia que existe entre el cielo, implacable e infinito, y el embrión del que procedemos.