Con estos fogonazos o perdigonazos quiero llamar la atención sobre una de las cuestiones más polémicas y que, en mi opinión, supone una discusión bizantina: ¿Qué límites cronológicos establecemos para considerar que una novela sea histórica? ¿Qué tiempo acotamos?
Los historiadores trocean la Edad Contemporánea y denominan Historia del Mundo Actual a la etapa que empieza en 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, dados los inmensos cambios operados a escala planetaria. Y asimismo, llaman Historia del Tiempo Presente a la época que arranca en 1989, con la caída del Muro de Berlín, el subsiguiente hundimiento del comunismo en Europa y el final de la Guerra Fría. Por tanto, si dichas etapas tienen rango universitario, son estudiadas en congresos y analizadas académicamente en revistas y ensayos, ¿por qué los escritores no van a poder novelizarlas y considerarlas dentro del campo de la narrativa histórica? ¿Es que acaso los novelistas han de ser más papistas que el papa e ir por detrás de los historiadores?
En mi opinión, la acumulación cronológica no le confiere a una novela mayor entidad histórica, pues puede serlo así esté situada en la antigua Roma o en la Transición española. Todo dependerá de la ambientación que le proporcione el escritor, de su capacidad para captar el espíritu de una época, de su habilidad para reconstruir las mentalidades predominantes y de su dominio para recrear narrativamente aquella sociedad. A fin de cuentas, como dijo el historiador italiano Benedetto Croce en 1915, “toda historia es historia contemporánea”.
En esta consideración que tengo de la novelística histórica han influido las muchas lecturas de escritores estadounidenses. En comparación con Europa, la historia de los EEUU como nación empezó anteayer, y al ser un país tan joven, los novelistas son libérrimos para encarar su pasado y tienen una perspectiva consensuada para considerar histórica buena parte de su narrativa, de manera que muchas de sus novelas pueden leerse en clave actual o histórica. Y pongo dos ejemplos de libros que han tenido gran impacto recientemente: El hijo, de Philipp Meyer, y El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead. El hijo cuenta tres historias de una saga familiar desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1970, y El ferrocarril subterráneo es un relato sobre la esclavitud que obtuvo el Premio Pulitzer 2017. Son dos historias potentísimas, de alta literatura, y en las que los datos históricos no lastran la fluidez narrativa al estar sabiamente distribuidos. Ambos libros confirman que la novela histórica debe ser un iceberg: la mayoría de la documentación histórica empleada ha de estar sumergida en la escritura, sin necesidad de que aflore a cada momento. El rigor histórico no implica una tediosa acumulación de datos en la narración, sino la ausencia de presentismo y de anacronismos.
Dentro de la mochila que el novelista histórico utiliza para sus obras, es importante que esté rellena de las corrientes historiográficas más novedosas y la puesta al día de otras, para abrir su zoom mental y captar otros enfoques del pasado desde nuestro presente. A mí me son de gran utilidad la historia de las emociones, la historia del cine, la historia desde abajo (de la gente poco importante), la microhistoria, la historia oral y, también, las relaciones del hombre con la naturaleza, convertida en una tendencia editorial mediante la publicación de títulos nuevos o reedición de clásicos, como En los senderos. Reflexiones de un caminante, de Robert Moor, Una granja en las Green Mountains, de Carl Zuckmayer, o La casa del lago, de Thomas Harding.
Nuestra memoria se afianza básicamente en imágenes, y nuestra manera de ver el mundo está ya muy condicionada por la narrativa fílmica, de manera que el cine y las series de televisión se han convertido en un claro referente de los novelistas históricos en su manera de estructurar y narrar. La concepción de la narrativa histórica es hija del tiempo que le toca vivir a cada generación, y el relato cinematográfico, necesariamente, ha de estar presente en los novelistas actuales, lo que favorece la velocidad argumental, los múltiples puntos de vista, las tramas cruzadas y alternar ritmos vertiginosos con otros más pausados para mantener la tensión lectora.
Todos estos elementos citados los utilizo en mis novelas, y en mayor o menor medida, lo hacen los escritores incardinados en la nueva novela histórica española, un boom literario nacido en la segunda mitad de los años ochenta que mantiene su esplendor, como atestiguan las mesas de novedades de las librerías, pues es el género favorito de los lectores a tenor de las ventas.
Repito, el género predilecto del pueblo, que no de la plebe. Porque si la ficción histórica ocupa el primer lugar en el escalafón comercial será por algo.
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