A las cinco en punto de la tarde, Han Kang, cruzó el umbral de ese salón acompañada por Mats Malm, el secretario permanente de la Academia. Y se sentaron en la primera fila del palco reservado para los miembros de la Academia. Acto seguido, se escucharon acordes que salían desde un violín. La música de Johann Sebastian Bach llegó a los oídos de los presentes como si el invierno sueco, con su aliento helado, se hubiera puesto a cantar. Luego; Kang se levantó de su asiento, y con pasos firmes se dirigió hacia una tarima. Eran pasos cargados de simbolismo: la primera mujer asiática en recibir el Premio Nobel de Literatura, y también la novelista más joven galardonada en los últimos 37 años. Kang venía a entregar algo más que palabras, traía consigo el peso de una historia y el eco de voces olvidadas.
La autora de la novela «La vegetariana» leyó su discurso en coreano y con una voz melancólica. Las palabras tomaban cuerpo, se elevaban con delicadeza, para después desvanecerse entre los presentes y las estatuas, del salón, que parecían escuchar con atención. Empezó contando que durante una mudanza encontró, en su depósito, una caja de zapatos en donde había diez diarios de su infancia, y un pequeño folleto donde escribió poemas en abril de 1979. Y dijo:
«¿Dónde está el amor?
Está dentro de mi pecho palpitante.
¿Qué es el amor?
Es el hilo de oro que conecta con nuestros corazones»
«Esas palabras me trasladaron a esa tarde, hace más de 40 años, cuando hice aquel folleto». Kang explicó que a la edad de 24 años publicó su primer poema. Un año más tarde publicó cuentos y se convirtió en una escritora. Continuó ahondando en el proceso creativo de la escritura y, como resultado, escribió su primera novela. Y acotó: «Me gusta escribir poemas y novelas, pero tengo una especial atracción por las novelas». Confesó que cuando escribe usa su cuerpo y «todos los detalles sensoriales». Es decir, la escritura para ella no es solo un acto de la mente, sino un latido del cuerpo entero. No escribe solo para narrar; escribe con todos los sentidos para detectar las sensaciones que van tocando puntos sensibles de su universo interior. En resumidas cuentas, da la impresión que Kang, en sus textos, toca, huele, ve y escucha todo lo que se ha olvidado, lo que ha dolido y todo aquello que ha quebrado los vasos sanguíneos.
Recordó que a los diez años vivía en Gwangju. Y que en mayo de ese año, en 1980, estalló un golpe de Estado perpetrado por el general Chun Doo-hwan. Y agregó: «Cuando tenía 12 años descubrí, por casualidad en un estante de mi casa, un libro con fotos de Gwangju. Lo leí a ocultas para que nadie me viera. El libro contenía fotos de civiles y estudiantes que habían sido asesinados por las bayonetas y las balas de los soldados. Toda esa gente había hecho resistencia contra el golpe militar. Pero los sobrevivientes anunciaron, en secreto, el golpe para demostrar la verdad que había sido distorsionada por el régimen militar que tenía el control total de los medios de comunicación». Kang se preguntaba a los 12 años:
«¿Puede el presente ayudar al pasado?
¿Pueden los vivos salvar a los muertos?
¿Qué significa realmente pertenecer a la especie llamada humana?»
«Entonces pensé. Si quería cruzar el camino imposible que se extiende entre la crueldad humana y la dignidad, necesitaba la ayuda de los muertos».
Necesitar de los muertos. Qué frase tan inmensa, tan imposible. Pero allí estaba ella, sosteniéndose con una fuerza que venía no del orgullo, sino del duelo. Los golpes militares en cualquier parte del mundo son la memoria teñida de sangre. Son las tormentas de acero que caen sobre los pueblos como un cielo que se desploma lleno de furia y frío. Pero también son, paradójicamente, los momentos donde lo humano se revela en su más profunda fragilidad. Nace el coraje silencioso de los que resisten, y se convierte en una llama tenue pero persistente.
¿Y cómo no necesitar de los muertos? Ellos son los únicos que logran mostrar el verdadero rostro de lo humano. Sus cuerpos marcados por las balas, caídos en las calles, en las plazas, en las universidades no son un final, sino un espejo de la realidad. Un espejo que nos devuelve el odio, la crueldad y el poder que ciega a muchas personas que se han olvidado que la vida es un milagro irrepetible. Y surge la pregunta:
¿De qué espejo está hecha la vida?
«El dolor», dijo Kang, «no solo nos quiebra, también nos une». Al fin y al cabo, los que ya no están entre nosotros se convierten en faros que iluminan el camino que nos toca recorrer. Las palabras de Kang eran como pequeñas semillas lanzadas al viento helado de Estocolmo. Semillas que llevaban consigo la promesa de la memoria. Porque para ella, escribir es eso: sembrar los ecos de los que ya no pueden hablar, asegurarse de que su silencio no sea el olvido, sino un grito eterno. La crueldad humana con sus botas militares, sus bayonetas y sus balas puede parecer insuperable, pero Kang nos recordó que hay algo que siempre sobrevive: la dignidad. Esa fuerza silenciosa no necesita alzar la voz porque se siente, por ejemplo, en el proceder de un estudiante que se niega a huir, en la mirada de una madre que no baja la cabeza, en el corazón de una escritora que convierte el dolor en palabras para que el mundo nunca olvide.
Al terminar su discurso Han Kang parecía más luminosa, como si el dolor compartido con el público hubiera encendido una vela en cada corazón. En ese instante, se sintió el peso de los muertos que no nos deja olvidar quiénes somos, ni lo que podemos llegar a ser.
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