¿Existe una noticia mejor para un escritor que recibir la llamada de la Academia Sueca para informarle de que ha ganado el Premio Nobel de Literatura a toda su carrera? Quizá ninguna, o quizá sí, si esa noticia logra convertirse en un algoritmo capaz por sí solo de poner en orden todas y cada una de las renuncias que una buena esposa ha tenido que sufrir a lo largo de su vida personal, conyugal y literaria. En este caso, como en tantos otros, la autocensura al final acaba transformándose en una peligrosa curva que no somos capaces de trazar y que nos lanza sin remedio al fondo del precipicio. Un precipicio desde el que observamos como un esplendoroso arcoíris se transforma en un espantoso nubarrón. Desde ese punto de vista, en el que la dignidad vence al éxito sin más, parte La buena esposa. Un film con un toque abiertamente feminista y muy bien capitaneado por una soberbia Glenn Close, que se erige como una de las hermanas Brönte del siglo XXI; y, también, con un marcado planteamiento teatral en la concepción de las escenas y la trama que nos recuerda a los dramas misóginos del dramaturgo sueco August Strindberg. La ciudad de Estocolmo, en uno y otro caso, se erige como la espectadora muda de la tragedia. Observadora y fría, blanca y pulcra, como la mejor de las traiciones griegas.
"La buena esposa" es la enésima oportunidad para que Glenn Close se alce con el Oscar en la próxima edición. Si bien, la película no está a la altura de tal distinción, ni tampoco de la actuación magistral de la actriz norteamericana, porque ella, por sí sola, eleva la calidad del film a una gran altura. El repertorio de sus miradas, gestos, y la sutileza inicial y firmeza posterior a la hora de mantenerse firme antes de ceder al golpe maestro que lo derrumba todo, están al alcance de muy pocas actrices, y ella, sin duda, lo está. Esta historia de renuncias silenciosas y de grietas tapadas en el tiempo bajo la cotidianeidad de una sociedad que en demasiadas ocasiones ha obviado el talento de las mujeres, es el escenario perfecto para que el enorme talento actoral de Glenn Close brille con luz propia; una talento que tiene enfrente a Jonathan Pryce que, a pesar de su solvente y robusta actuación, no llega a la brillantez de su pareja en el film. Algo que también le sucede a los flashback —por lo poco que aportan, ya que vamos siendo conscientes de la situación final antes de que esta llegue— a través de los que se nos cuenta la historia personal y profesional de un matrimonio que, con el paso del tiempo, representan como nadie a la dignidad a la que no vence el éxito.