Desde el alba de los tiempos, el hombre es puesto a prueba mediante los ritos de sangre. Gracias a ellos, el ser humano tiene ocasión de manifestar su respeto, su temor reverencial y su sumisión ante fuerzas superiores, ya sean sus dioses o sus propios ancestros, a menudo divinizados.
En general, los espíritus del mundo antiguo parecen siempre sedientos de sangre. Se diría lógico si tenemos en cuenta que en este fluido reside la vida, y la vida es precisamente lo que les ha sido arrebatado a 1os muertos. De hecho, Homero describe las almas de los difuntos sin fuerza vital ni sangre.
Esta creencia origina la costumbre, ampliamente difundida, de mostrar el duelo ante un fallecimiento causándose laceraciones. Al alimentar voluntariamente al muerto con la sangre vertida, se evita que éste pueda volver para arrebatar el fluido vital por la fuerza. Entre 1os propios hebreos fue muy difícil erradicar estas creencias, Si bien el Deuteronomio exhorta a no provocarse incisiones por el luto (14: l), aún en el 415-420 d. C., San Jerónimo, en su Comentario al profeta Jeremías, testimonia esta práctica (XVI: 6).
En efecto, ya en la antigua Mesopotamia se pensaba que si las almas de los difuntos no encontraban nada que comer ni beber, se verían forzadas a regresar entre 1os vivos para exigir 1os ritos y libaciones debidas. Por este motivo, también los árabes a menudo destinaban una parte de su herencia a sacrificios cruentos que deberían realizarse en su honor.
En España conservamos algunas interesantes fuentes vinculadas a los ritos de sangre practicados por el mundo prerromano en el marco del culto a los antepasados. El Sacrificador de Bujalamé, una estatuilla aparecida en el término municipal de La Puerta de Segura, constituye un soberbio ejemplo. Conservada en el Museo Arqueológico Nacional, esta pieza en bronce de apenas 15 cm ‒quizá obra de un artista jonio‒ que muestra un guerrero-sacerdote ‒probablemente el fundador de la estirpe real, héroe ya divinizado y protector de la casa reinante y de la comunidad‒ en el acto de sacrificar un carnero para honrar a los muertos, permite conocer mejor la religión, los ritos funerarios y el culto a los ancestros en la Protohistoria de la Península Ibérica, a principios del siglo V a. C.
También la tradición cristiana mantendrá recuerdo de la estrecha relación que existe entre las almas de los difuntos y la sangre. Orígenes asegura que la presencia de 1os demonios es mayor en templos y altares, lugares en 1os que se quemaba incienso y sobre todo se realizaban ofrendas de sangre (Contra Celsum VII: 3).
Así, los espíritus de los muertos hambrientos irán tomando una forma cada vez más temible en el imaginario colectivo, que, debido al afianzamiento del cristianismo y su visión monoteísta, los identificará con seres demoniacos. En realidad ya en el mundo clásico encontrábamos precedentes: las Keres mencionadas por Homero, negros seres alados con largos dientes y afiladas uñas, son divinidades asociadas a la muerte violenta que emergen en los campos de batalla para chupar la sangre de agonizantes y cadáveres.
Mediante el sacrificio de sangre se ofrece la vida, que de hecho reside en el preciado fluido. “¡La sangre es la vida, la sangre es la vida!”, repetía, en la obra de Bram Stoker, el enajenado Renfield, introducido en los macabros misterios por Drácula. El Levítico 17: 10-16 explica muy claramente que la vida de toda carme está en la sangre, y por ello su ingesta queda terminantemente prohibida. “Solamente que te mantengas firme en no comer sangre; porque la sangre es la vida, y no comerás la vida juntamente con su carne”, confirma el Deuteronomio 12: 23. Por eso, incluso el contacto involuntario durante el sacrificio o el descuartizamiento de un animal genera impureza, pues la sangre se convierte en tabú.
Como en la sangre radica la energía vital, su ofrenda puede renovar también esa energía. En este sentido hemos de interpretar, en la América precolombina, 1os sacrificios cruentos aztecas, que se realizaban con la intención de restituir a 1os astros, mediante la sangre derramada, la energía perdida durante sus viajes espaciales.
Los ritos de sangre, pues, independientemente de la cultura que escojamos para estudiarlos, han de analizarse en un contexto religioso del cual no pueden ser desvinculados. Pilar esencial de la observancia, tomen la forma que tomen, permiten fortalecer los lazos tendidos entre el hombre y los seres por él venerados ‒y temidos‒. Mediante su práctica, en definitiva, se pretende satisfacer las necesidades de estas entidades y ganar su simpatía o apaciguar su eventual ira.
Ciertamente, la necesaria crueldad del ritual, muy violento en origen, se irá ocultando tras un sofisticado disfraz alegórico, gracias al cual símbolos menos atroces irán suplantando algunos de los actos más sangrientos. Así, los primitivos sacrificios humanos serán sustituidos por sacrificios animales ‒donde la bestia toma el lugar de la víctima humana y se identifica con ella‒ y estos, en último término y al menos en algunos casos, por meras representaciones teatralizadas de la antigua ceremonia.
Los ritos de sangre, en sus diversas modalidades, instituyen o consolidan vínculos con el más allá, ya sea con el mundo de los muertos o de los dioses, dos ámbitos que en no pocas culturas antiguas se solapan. Mediante estos ritos Yahweh pone a prueba la fidelidad de Jacob, y mediante la comunión de la sangre compartida simbólicamente los discípulos más estrechos, los apóstoles, participan del cuerpo de Jesús, hecho que justificará en adelante el sacramento de la eucaristía, extensivo a todos los cristianos.
En efecto, al pensar en los ritos de sangre, nuestra cultura occidental, muy influida por la tradición católica y la Biblia, instintivamente rememora algunos hechos del Antiguo Testamento como el apenas citado, el famoso episodio del ‒frustrado‒ sacrificio de Isaac. El incidente resulta muy difícil de conciliar con la imagen de un dios de amor que presenta el Nuevo Testamento, que supuso el éxito del cristianismo en un mundo bastante falto de compasión y solidaridad. Si bien una vez constatado que Jacob está dispuesto a sacrificar a su propio hijo para cumplir las órdenes de su dios éste detiene la mano homicida, la petición en sí, la farsa orquestada para comprobar hasta qué punto está dispuesto a llegar el hombre, demuestra un sadismo muy acorde con la figura de Yahweh que pinta el Antiguo Testamento: un dios de las batallas y las venganzas, proclive a la amenaza y la aniquilación para conseguir sus fines, un dios que no conoce los escrúpulos ni el remordimiento.
El episodios del sacrificio de Isaac (Gn. 22) ‒y quizá también el de la hija de Jefté (Jue. 11: 30-40)‒ evoca sin duda un rito oscuro del que la Biblia abomina por considerarlo bárbaro e impío. Nos referimos, naturalmente, al sacrificio molk. Pues si bien algunos estudiosos argumentan que el sacrificio bíblico implicaba degollamiento y no combustión ‒molk significa precisamente “holocausto”, es decir una ofrenda quemada, y el tofet donde se realizaban dichas ofrendas se relaciona con la raíz semítica tpt, que da lugar al arameo tapyā (siriaco tepayā y árabe ʼuṯfiyā) o “lugar de combustión, hogar, horno”‒, lo cierto es que Abraham apila leña antes de abalanzarse sobre su hijo, y los estudios sobre los restos óseos de los niños sacrificados en el ámbito fenicio-púnico, en efecto, hacen pensar, dada la uniformidad de la combustión de los cuerpos, que las víctimas permanecieron inmóviles sobre su espalda y por tanto, al menos la mayor parte, estaban sin vida cuando fueron quemadas. Algunas, las más pequeñas, quizá porque hubiesen nacido muertas o hubiesen fallecido con escasos meses, y otras porque habrían sido sacrificadas previamente mediante otros métodos, quizá el degollamiento. Nada impide, en efecto, que las víctimas fuesen cremadas después de haber sido asesinadas con otros sistemas distintos del fuego, que en este caso actuaría simplemente como medio para hacer llegar la ofrenda hasta los dioses en forma de humo.
Lo cierto es que diversos fragmentos bíblicos dan a entender que la práctica del molk, aunque de origen extranjero, fue adoptada por los israelitas. Ezequiel acusa insistentemente a Israel de este pecado (Ez. 16: 21; Ez. 20: 31; Ez. 23: 37). Si bien la práctica del sacrificio molk entre los hebreos resulta una hipótesis controvertida, numerosos indicios parecerían ratificarla: Dt. 12: 31; 2 Re. 17: 31; 2 Re. 21:3 ‒que parece referirse al restablecimiento de los sacrificios a Baal, que Ezequías había abolido, por parte de Manasés‒; 2 Re. 21: 6… Ya antes del reinado de Ezequías, la Biblia menciona la práctica del holocausto por parte del rey Ajaz: “...y hasta hizo pasar a su hijo por el fuego, según la abominación de las gentes que Yahweh había expulsado ante los hijos de Israel” (2 Re. 16: 3). Esta última cita deja bien claro que los hebreos adoptan una práctica preexistente en la región, como confirma el Salmo 106: 38: “derramaron sangre inocente; la sangre de sus hijos e hijas, sacrificándolos a los ídolos de Canaán, y quedó la tierra contaminada por su sangre”. Numerosas son las referencias al derramamiento de “sangre inocente” (2 Re. 21: 16; 2 Re. 24: 3-4; Jr. 2: 34…), una expresión que alude a los sacrificios infantiles ofrecidos en el molk y cuya clave de interpretación encontramos en Jeremías, que repetidamente identifica el valle de Ben-Hinnon, donde se erigía un tofet, con un matadero, un lugar de sacrificio infantil por combustión en honor a Baal y un paraje que se había llenado de “sangre inocente”: Jr. 7: 31; Jr. 19: 4; Jr. 19: 5; Jr.19: 6; Jr. 32: 35.
Concluyente respecto al sacrificio de infantes entre los israelitas, al menos durante un periodo arcaico, parecen Éxodo 13: 2 ‒“Conságrame todo primogénito; las primicias del seno materno entre los hijos de Israel, tanto de los hombres cuanto de los animales, mías son”‒ y Éxodo 22: 28-29 ‒“...me darás el primogénito de tus hijos. Así harás con el primogénito de tus vacas y tus ovejas; se quedarán siete días con su madre, y al octavo me lo darás”‒. Si bien Éxodo 34: 20 contempla la sustitución del primogénito humano por un animal y Levítico 12: 6-8, al hablar de los sacrificios con los que se debe purificar una recién parida, especifica que el holocausto de un cordero, o en su defecto dos tórtolas, sustituye al del hijo.
Finalmente, la Pascua reemplazará el holocausto de los primogénitos de Israel con el sacrificio de un cordero o cabrito. La celebración de la primera Pascua en Egipto (Ex. 12) lo deja claro, ya que la sangre del cordero sacrificado sobre los dinteles de los israelitas es la señal pactada con Yahweh para que éste reconozca a los moradores de dichas casas, salvándolos del exterminio mientras acaba con todos los primogénitos egipcios.
En el tofet de Tharros, por ejemplo, coincidiendo con el relato bíblico, encontramos urnas donde aparecen sólo restos de huesos animales que debieron ser sustitutivos. Sin embargo, en los ritos molk de fenicios y cartagineses, los restos de los niños se colocaban en la urna junto a los de un animal apenas nacido que se lanzaba al fuego justo antes de que las llamas se apagasen y no llegaba a quemarse, por lo que no formaban parte de ningún rito de sustitución.
Según Reyes II 23: 10, fue Josías quien profanó el tofet del valle de Ben-Hinnon para que no se volviesen a sacrificar hijos de Israel allí. Coincidiendo con esta información, Reyes II 23: 21-23 indica que fue Josías quien reestableció la Pascua en el año dieciocho de su reinado, pues ésta no se había celebrado durante el periodo de los Jueces y de los Reyes precedentes. No obstante, Crónicas II 30, que intenta alejar en el pasado lo más posible la práctica del molk entre el pueblo de Israel, adelanta la fecha de la institución de la Pascua, asegurando que fue Ezequías quien restableció este rito.
Otro método para evitar el holocausto del hijo parece haber sido la circuncisión, que se prescribe en el octavo día después del parto (Lv. 12: 3), es decir coincidiendo con el tiempo en que, según Éxodo 22: 29, los primogénitos deben ser sacrificados. Parece, por tanto, que la ofrenda del prepucio sustituye a la de los infantes. La prueba más clara es aportada por Éxodo 6: 24-26, que relata cómo volviendo Moisés con su esposa Séfora y su hijo a Egipto para liberar a su pueblo, Yahweh se les apareció una noche e intentó matar al niño, al que su madre salvó circuncidándolo.
Se deduce de las fuentes escritas que, entre los fenicios del Mediterráneo occidental, la práctica del sacrificio infantil no fue sistemática, sino que se aplicó como una medida desesperada en momentos de crisis muy concretos, en los que el pueblo probablemente se sentía abandonado por la divinidad. Una divinidad que en las fuentes clásicas toma el nombre de Cronos, pero que debió de ser un dios ctónico relacionado con el culto a la realeza muerta ‒pues su nombre contiene la raíz mlk (“rey”)‒, protector de la fecundidad y soberano del infierno, e identificable con el Milkom amonita, con el Malik de las fuentes sirio-palestinas, con los Mal(i)kū mesopotámicos ‒que en las fuentes paleo-babilonias facilitan los presagios mediante el aceite y que parecen ser espíritus del inframundo como los eṭemmū, junto a los que se mencionan en algunos textos‒ e incluso con el Malik árabe de la sura 4377 del Corán.
Efectivamente, Porfirio (De abst. II, 56) asegura que en la Historia fenicia de Sanchoniaton, en su traducción por Filón de Biblos ‒que escribió en lengua griega a mitad del siglo II d. C. y que, exagerando, databa el original en el período de la guerra de Troya‒, se aludía a este tipo de sacrificio ofrecido a Cronos en tiempos de calamidad.
Según Filón, citado por Eusebio de Cesarea (Praep. Ev. IV, 16, 11 y I, 10, 45), Cronos era llamado El por los fenicios, sobre los que reinaba; pero fue divinizado tras su muerte porque el país estaba amenazado por una guerra y él vistió a su hijo con las ropas reales, preparó un altar y lo sacrificó. También el rey de Moab, ante el ataque imparable de los israelitas, sacrifica a su primogénito y heredero al trono sobre los muros de la ciudad (2 Re. 3: 26-27).
Con estos ejemplos podría relacionarse la historia de Malco, el general cartaginés que, según Justino (XVIII, 7), tras haber sido vencido y condenado al exilio, a su vuelta a casa hace asesinar a su hijo, sacerdote de Melqart, delante de la ciudad cuando éste sale a recibirlo. En efecto, podríamos encontrarnos ante una práctica a posteriori del sacrificio de un hijo en caso de desgracia. Además, el suceso de Malco recuerda al de Jefté, que tras prometer a Yahweh que ofrecerá como sacrificio al primero que salga a recibirlo si le concede la victoria sobre los amonitas, se ve obligado a sacrificar a su única hija.
Diodoro (XX, 14, 4-7), por su parte, cuenta que, en el 310, los cartagineses, viéndose asediados por los griegos y creyendo que Cronos los había abandonado porque entre ellos se había extendido la costumbre de sustituir a los vástagos nobles con criaturas pobres compradas para ser sacrificadas en su lugar, reestablecieron el antiguo rito colocando, para que resbalasen hasta un brasero encendido, a niños en los brazos de una enorme estatua divina de bronce que se menciona también en un escolio a la Republica de Platón (337 A): “Los fenicios y sobre todo los cartagineses que veneraban a Cronos, cuando desean que suceda algo importante, hacen votos sobre la cabeza de uno de sus hijos de que si obtienen lo que desean, lo sacrificarán a tal divinidad. De hecho entre ellos hay una estatua de bronce del dios con las palmas de las manos hacia arriba y extendidas sobre un brasero de bronce, en el que se quema el niño. Cuando las llamas envuelven el cuerpo, los miembros se contraen y la boca aparece contraída como la de quien ríe, hasta que el cuerpo contraído resbala hasta el brasero. Por eso esta sonrisa que es una mueca se denomina sardónica, porque éstos mueren riendo”.
A la costumbre de comprar niños de familias humildes para sacrificarlos “como si fuesen corderos o pollitos” hace referencia también, más tarde, Plutarco en De Superstitione 13.
Curcio Rufo asegura que durante el asedio de Tiro por parte de Alejandro Magno, en el 332 a. C, los habitantes de la ciudad pensaron reestablecer el sacrifico humano de un joven a Saturno, caído en desuso tiempo atrás. Aún en el siglo II d. C. Tertuliano (Apolog., IX, 2-3), aunque el rito fue castigado bajo el consulado de Tiberio con la crucifixión, refería testimonios directos del sacrificio público de niños a Saturno en África.
Era, por tanto, costumbre entre los antiguos, en los casos de grave peligro, que los jefes de la población, de forma altruista, para aplacar las iras divinas y evitar la destrucción de todos, ofreciesen en sacrificio sus hijos más queridos.
Lo mismo sucedió entre los griegos, como demuestra el famoso episodio de Andrómeda ‒al que se da forma conociendo, seguramente, los mitos hititas relacionados con la victoria sobre el monstruo marino: el mito de Hedammu, considerado de origen anatolio; el mito de Ullikummi, de origen cananeo, y el mito La Lucha contra el Dragón, también anatolio‒, tantas veces representado en pintura y protagonista de la portada en la antología que nos ocupa, que reproduce la sugerente obra Perseo y Andrómeda, de Lord Frederic Leighton. Esta narración de enorme éxito, reforzada después por la leyenda cristiana sobre San Jorge y el dragón ‒a su vez heredera del mito griego‒, arraigó en las tradiciones populares europeas ‒que tanto deben al mundo clásico, por su parte receptor de tradiciones próximo orientales adquiridas a través de los fenicios y del puente entre culturas que ofreció la anatolia hitita‒, dando lugar a numerosos cuentos que relatan el rapto de la doncella por un dragón y su fallido sacrificio.
No obstante, también parece que los hebreos ofrecieron a veces estos sacrificios de sangre con fines más espurios y egoístas. Tanto en Levítico 20: 6 como en Deuteronomio 18: 10-11 se condena a aquellos que efectúan sacrificios infantiles para favorecer la adivinación. Es decir que entre los hebreos también parece haberse usado el sacrificio para invocar y atar las almas de los difuntos con el fin de poder interrogarlas y realizar prácticas mágicas a su costa.
Algo similar sucede en el mundo clásico. Porque el apetito de los espíritus se convierte a veces en su punto débil. Según Porfirio, los brujos se aprovechan de esa debilidad de las almas errantes y privadas de una sepultura donde recibir las ofrendas, evocándolas mediante la sangre de la que se ven privadas. En la sátira VIII del libro I de las Sátiras de Horacio, dos brujas, Canidia y Sagana, despedazan un corderito a mordiscos y arañazos, vertiendo su sangre en un foso para evocar las sombras de 1os infiernos. También en la Odisea (X, 487ss y XI), Ulises, siguiendo los consejos de Circe, con la intención de invocar a los espíritus, excava una zanja donde deposita la sangre de corderos negros. Temiendo la voracidad de los difuntos, la maga advierte que les impida beber hasta que el espíritu del adivino Tiresias le haya revelado el camino de regreso al hogar.
Como se pone de manifiesto en esta nueva antología de Saco de Huesos, el subgénero de espada y brujería explotará el vínculo entre los sacrificios cruentos y la magia negra, el viejo argumento del sometimiento, mediante la sangre, de los espíritus por parte de hechiceros ávidos de poder.
Si bien entre sus páginas hay cabida para otras propuestas que abarcan desde las narraciones inspiradas en civilizaciones perdidas ‒históricas o no‒ hasta la distopía erigida sobre los vestigios arqueológicos de nuestro pasado más remoto, efectivamente, buena parte de los siete relatos contenidos en este libro pertenecen al subgénero de espada y brujería. Quizá porque, como Tolkien descubriese en su día, “si algún interés tiene la lectura de los cuentos de hadas como género específico es que merece la pena escribirlos por y para los adultos”. De hecho, quienes se aproximen a esta original publicación sin prejuicios descubrirán que, citando a Eduardo Galeano, “las obras de ficción, que les dicen, suelen revelar más eficazmente que las de «no ficción» las dimensiones ocultas de la realidad”.
Sueños de la Gorgona 1: Ritos de sangre
La viajera (José Luis Alonso)
Cordero de dios (Salomé Guadalupe Ingelmo)
Mundo perdido (Diego Salcedo)
Cinco huesos (Miguel Huertas)
La memoria de los muertos (Pablo Loperena)
Ceremonia de madurez en el apogeo del sexto sol (Lisardo Suárez)
Las Tierras Malditas (Andrés Díaz Sánchez)
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