“El día que se perdió el amor” es la continuación, muy sui generis, de la primera novela del escritor afincado en Málaga. Con ella pone punto final a su bilogía y se terminan de atar los cabos que habían quedado sueltos en aquella. Los protagonistas de la novela son los mismos en las dos. En esta nueva entrega, las tramas son tres que se dividen entre los cinco protagonistas. Cada capítulo comienza con el nombre de cada protagonista. El autor ha querido hacerlo así porque algunos lectores se perdían en la primera novela con tanta trama.
La novela está escrita en tercera persona salvo los capítulos de Jacob que están escritos en primera persona buscando una mayor implicación del lector con el personaje, al que podríamos calificar como el hilo conductor de la novela ya que se relaciona con los otros personajes de manera empática, incluyendo a su pareja Amanda a la que quiere proteger de los acontecimientos que ha vivido y le han marcado profundamente.
En la novela, tenemos al policía Bowring que, cada día más, está más despistado y desquiciado que nunca. Algo que pide la trama para poner en cuestión una investigación que hace agua por todos lados y en la que es fácilmente manipulado por diversos protagonistas de esta trama poliédrica, llena de aristas y estremecimientos. Hace el autor, en las carnes del policía, escarnio de un sistema policial, en este caso del FBI, que no resuelve los casos como debiera. “La policía nunca hace nada”, dice uno de los protagonistas de la novela con toda la razón. Y cuando lo hace, lo hace francamente mal.
No así Javier Castillo que vuelve a conseguir enganchar al lector desde las primeras páginas. Para ello, utiliza la estrategia propia del thriller: capítulos cortos con finales insospechados. Se podría decir que en los 57 capítulos de la novela los termina con sendos cliffhangers. Algo muy típico de las series de televisión actuales. Por lo que se nos antoja que las obras del autor malagueño podrían llevarse a las pantallas del televisor fácilmente. Mimbres, desde luego, tiene. Sólo el epílogo es diferente al resto del libro, ya que en él se concluye de manera satisfactoria las múltiples tramas de la novela. Al final, todo queda atado y bien atado.
De las tramas del libro, la única que se nos puede hacer menos creíble es la de Carla. La congregación en la que está recluida, contra su voluntad, no deja de ser una secta muy del gusto de los americanos, donde una supuesta maestra dirige los destinos de una asociación que extiende sus tentáculos por toda la sociedad y que se rige por el principio de que todo está escrito. Sus fieles carecen de libre albedrio. Esta trama ocurre nueve años antes que la acción principal y está llena de pasajes oníricos, sueños de Carla sobre su pasado y su familia que no consigue descifrar.
Ni que decir tiene, que las tramas van confluyendo en una única según se van desarrollando la acción. Javier Castillo ha tenido exquisito cuidado en no dejar ningún cabo suelto, haciendo que funcione el thriller como un tren a punto de descarrilar, sobre todo al final de la novela, que arrastra al lector a darse cuenta de que ese día que se perdió el amor, se ha perdido mucho más, entre otras cosas la cordura.
Secuestros, asesinatos, locuras y sueños son los ingredientes principales de este thriller que está destinado a convertirse en uno de los éxitos de la temporada y que Javier Castillo ha sabido hilar con pulso firme y con un estilo más depurado que en su primera novela.
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