Cuando el 22 de junio de 1941 el ejército alemán cruzó la frontera de la Unión Soviética dio comienzo uno de los más espeluznantes episodios de la Segunda Guerra Mundial.
Conocemos las célebres batallas y hemos visto la bandera del Ejército Rojo levantándose sobre el Reichstag. Menos se ha escrito sobre una realidad atroz. A saber, que la tierra conquistada fue el escenario de una práctica de exterminio de diversos pueblos, y muy principalmente del pueblo judío, que se cobró la vida de millones de inocentes.
Las masacres o los campos de concentración levantados con la misma prisa con la que se administraba la muerte, no eran una mera consecuencia de la guerra. Bien al contrario, el exterminio era su razón de ser. El ejército alemán actuaba de acuerdo a un plan sistemático diseñado en Berlín y nacido en la pragmática racista del Tercer Reich.
Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg compilaron los testimonios de los supervivientes para que el mundo conociera la insondable magnitud del horror. Cientos de testimonios llegados a sus manos o recogidos por medio de entrevistas a las víctimas sirvieron para erigir un monumento hecho de sangre y heroísmo, el de quienes padecieron el encierro en los guetos y tomaron el camino de la ejecución; el de los pocos que se atrevieron a desafiar a los verdugos.
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