Mucho se ha hablado acerca de los idiomas imperiales y de los modos en que arrumban y azotan a las lenguas indígenas; y muchas soluciones para conservar el habla de los autóctonos amenazados por la "civitas" se han dado, aunque ninguna es viable. ¡La literatura no puede ser salvaguarda de la arqueología! Richard Rorty arbitra que sólo hay problemas lingüísticos donde hay problemas metafísicos, filosóficos, arbitrio que nos obliga a aceptar que al desconocer la sensibilidad del prójimo confundimos, como lo hacían los hermeneutas anteriores al genial Jean-Francois Champollion, el jeroglífico con el pictograma, lo artístico con lo artesanal, lo económico con lo espiritual.
La escritura constante de actas, de libros científicos, de cualquier cosa, pulimenta nuestro idioma. Ya Azorín ha dicho que el francés se acerca más a la perfección que el italiano o que el español porque muchos filósofos, científicos o historiadores han escrito en francés. El caso que hoy nos congrega, es decir, que hoy pretexta y garantiza la unión democrática de mi mano, mi pluma y mi estro, es el tema de los idiomas imperiales. Hemos hablado durante los últimos dos artículos de la obra de Arguedas, de su novela `El zorro de arriba y el zorro de abajo´, obra que suscita varias preguntas, cuestionamientos de suma importancia para el futuro de un continente que no acaba de saber quién o qué es. Las preguntas cantan así: ¿es posible salir de la ideología, que está hecha de lenguaje, usando el lenguaje?, ¿es posible enderezar a nuestras necesidades un idioma que ha sido fraguado en la escolástica más minuciosa y feroz, que siempre lleva hacia los mismos razonamientos, hacia la racionalidad de un imperio?, ¿hace falta una hermenéutica propia, una diferente a la que nos heredaron los reformistas luteranos?
No es un texto meramente informativo el lugar para resolver tan grandes temas; mas sí es lugar la prensa para redactar textos combativos, artículos que no sólo cuestionen, sino que también inviten. Decía Louis Althusser que contra un imperio burgués es imperioso luchar con las mismas armas del imperio, advertencia que nos tonifica para esgrimir la lógica aristotélica, que puesta al servicio de la Iglesia es la de Santo Tomás. Decía el santo que un pensamiento lucio es posible si seguimos el orden natural de la lógica, si avanzamos a través de las tierras epistemológicas buscando dependencias y semejanzas. Si lo de acá se asemeja a lo de allá posiblemente ambas cosas estén relacionadas; si lo de allende transforma lo de aquende posiblemente ambas cosas estén hechas de la misma substancia. ¡Se entrevé que un idioma románico, patricio, riguroso, que apunta hacia lo cartesiano, difícilmente podrá causar políticas democráticas! Todos los avezados en la filosofía clásica encontrarán que tal proceder es harto sencillo, mas no los ignorantes de la filosofía, que usan su lengua materna sin saber cómo lo hacen.
No podemos razonar de modos diferentes si pensamos como siempre lo hacemos. ¿Qué podemos o debemos hacer para huir de la lógica que nos impera, que es decir huir del imperio que nos lee? Decía Paz:
"también soy escritura,
y en este mismo instante
alguien me deletrea".
Y pues escritura somos, y tendremos como ésta también una gramática. El buen escritor, presumía nuestro filósofo Ortega y Gasset, sabe trastornar el léxico y la gramática, pregón que nos lanza a pensar que la buena política deletrea antes al hombre del porvenir que al del presente, al "average man". Deletrear no es contabilizar, sino vislumbrar paradigmas en las raíces léxicas del habla humana. Los grandes literatos, enseña Azorín, siempre han sido tenidos por escritores "incorrectos", o sea, subversivos en el terreno político.
Leamos una frase quechua: "pin kanki hora". Arguedas la ha traducido, ha segmentado los paradigmas que oculta, dirían los gramáticos, así: "la hora en que no es posible aún ver el rostro de las gentes y es necesario preguntar ¿quién eres?". Tal traducción es literaria, cuando la literal, nos dice, sería: "hora quién eres". He aquí un enorme dilema. La traducción inicial sería castellana, en tanto que la segunda sería inglesa, si me permiten los lectores hacer tan arbitrarios manejos. El lector corriente, por puro sentido común, por porfía epistémica, entendería que la primera traducción es poética y que la segunda es prosaica, y lo haría en función de sus nimios saberes artísticos.
Que seamos escritura no garantiza que seamos inteligibles. Es necesario desarrollar una "metahistoria", a palabras de Ortega, que nos dé licencia para interpretar la "sensibilidad vital" del hombre o pueblo al que leemos, ya quechua, ya náhuatl, ora gaucho o brasileño. Pero hay más obstáculos, pues resulta que los escritores y críticos, cuenta Rama en su ya citada obra, `Transculturación narrativa´, afirman que el español padece de "incapacidad referencial". ¡Y es verdad! Y es que en un mundo hecho de jerséis, de dandis, de coñacs, de sándwiches, de raviolis y de espaguetis imposible o inútil resulta hablar en nuestro idioma. Quien no es dueño de sus utensilios no tiene arqueología, y quien carece de ésta no posee una antropología, una definición de hombre.
Borges gruñía contra dicha carencia, y por eso leía pocos autores castellanos, entre los que había el algebraico Quevedo, el sencillo Cervantes, el preciso Saavedra Fajardo, el satírico Torres Villarroel, el gongorino Góngora, el nunca bien leído Gracián, el clásico Garcilaso, el elevado San Juan, el místico mayor Fray Luis de León, el árido Sarmiento, el elegante Groussac, el prosista `par excellence´ Alfonso Reyes y el minucioso crítico Henríquez Ureña. Todos son autores o realistas en extremo o hasta las nubes inspirados, mas nunca patéticos ni cursis. Tengo para mí que los autores dilectos de Borges sabían deletrear, bifurcar senderos, distinguir lo pretérito, histórico, de lo presente o político y de lo filosófico o futuro.
Los políticos latinoamericanos gustan de lo cursi, de la "elocuencia desbordada", citando al magistral cubano Carpentier, por lo que han hecho del español un meloso recurso delicioso para las moscas que son las masas. Y para probarlo citaré un fragmento harto significativo de la `Carta a un joven argentino que estudia filosofía´, redactada por el maestro Ortega y Gasset: "Son ustedes más sensibles que precisos, y, mientras esto no varíe, dependerán ustedes íntegramente de Europa en el orden intelectual –único al que me refiero–. Porque, al ser sensibles, toda idea graciosa y fértil que se produzca en Europa conmoverá, quieran o no, el fino receptor que es su organismo". Y dicho en gaélico tono, en eslogan, en el de un Arguedas afanoso de comunicar concisamente, sonaría así:
"olemos pero no entendemos".
Idiomas que sólo atienden a los objetos, como el inglés o el alemán, que han sido trabajados para que fácilmente "etiqueten" cosas, son idiomas primitivos, ágiles, de rápida comprensión y despreciables, al parecer de Goethe; y los que sólo afanan expresar sentimientos, emociones, como el de Garcilaso, son cortesanos e ineptos para comerciar. Pero no se crea que el español sigue en calidad de lengua imperial, palatina: es lengua súbdita, lacayuna el día de hoy, esclava vestida de dueña, que aunque acata las órdenes del viejo Shakespeare tiene más libertad que el náhuatl y el quechua, miembros de la comiquería andante que hacen del refrán sanchesco llegado de Europa sabiduría política, económica y filosófica.
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