Para recordarnos esos años, donde se vivía deprisa, el escritor valenciano publicó a primeros de año, en la editorial Alfaguara, su novela El azar de la mujer rubia que, por múltiples circunstancias, está de moda ahora que se finiquita el año, debido a la publicación de libros tan dispares como los de Fernando Ónega, Pilar Eyre, Ana Romero o Nieves Herrero. Pero el primero que habló del Triángulo de la Transición fue Manuel Vicent y también lo hizo con más originalidad.
Entrevistar a Manuel Vicent es, siempre, una empresa ardua. No le gusta dar muchas entrevistas, "si por cualquier motivo das mal en televisión o no estás afortunado en lo que dices en la radio o en el periódico, eso te puede costar muchos lectores", desvela contrito. Además, también se queja de que en la actualidad, "no sólo tienes que escribir, sino que además debes promocionar", y añade "el autor se ha convertido en otro producto mediático". La verdad es que no sé por qué tiene ese miedo. Expresa sus ideas con una claridad arrebatadora y su conversación, acostumbrada a tantas tertulias con amigos como Álvaro de Luna o Javier Moscoso, entre otros, es extremadamente inteligente.
Después de varios intentos conseguí la cita. En parte se la debo agradecer a Manuel Gutiérrez Aragón, porque estando los dos juntos, nos lo encontramos e intercedió amablemente. Puesto en esa encrucijada ya no supo negarse y esperemos que no se arrepienta al leer la entrevista. Para convencerle le dije que la literatura es intemporal, que sus libros, desde aquel Pascua y naranjas, nos acompañan en nuestros momentos de soledad cuando nos enfrentamos a la literatura y, algo le movió el corazón cuando leyó la crónica sobre la fiesta madrileña del último premio Planeta, donde le citamos, recordando un cuento que había escrito para la edición sabatina de El País de hace más de 30 años. "Este periodista me ha leído desde hace mucho", debió pensar.
"En El azar de la mujer rubia se cuenta la Transición a través de tres personajes que forman un triángulo en medio de la nada, donde el azar juega un papel fundamental", dice nada más comenzar nuestra charla. Ese triángulo lo conforman dos personas muy conocidas y reconocidas y una mujer deletérea que jugó un papel fundamental y a la que la democracia española tendrá siempre que agradecer. Los dos primeros fueron el entonces príncipe Juan Carlos y Adolfo Suárez: La mujer rubia fue Carmen Díez de Rivera, una dama de la alta sociedad con un drama personal que ninguna novela romántica podrá nunca superar.
La mujer rubia era hija ilegítima de Ramón Serrano Suñer, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Franco y la condesa de Llanzol. Carmen vivió ignorándolo hasta que, enamorada de un hijo de Ramón Serrano, llamado a su vez Ramón, decidió casarse. Al enterarse de que el amor de su vida era su hermanastro, todo su mundo se desgarró y fue como si el centro de un terremoto se alojase en sus entrañas. Todo se rompió, su vida cambió sin saber muy bien cómo había podido ser. Abandonó familia y amigos para enclaustrarse en un convento de monjas en Arena de San Pedro y llorar desesperada por algo que nunca pudo entender.
Con estos mimbres y tras varias vicisitudes, se convirtió en uno de los vértices de ese triángulo que iba a cambiar un país. Si no el principal, al menos el más bello. Aunque habría que estudiarlo detenidamente, porque "la realidad de lo que ocurrió no es la parte oficial, la que se explica, es la intrahistoria, y son los pequeños hechos que generan los grandes cataclismos", argumenta el escritor valenciano sabiamente.
En aquella época de los años setenta, "nadie daba un duro por el príncipe, al que muchos apodaban el Breve, y mucho menos daban lo mismo por alguien tan desconocido como Suárez, aquel gobernador de Segovia que se convirtió en un héroe salvando víctimas en el hundimiento de aquel restaurante de San Rafael de los Reyes que regentaba un tal Jesús Gil", recuerda. Aquel político de provincias, que tenía en sus entrañas toda la ambición del mundo, comandó una de las mayores epopeyas democráticas de nuestro país y eso que nadie le apreciaba. Sin la decisión de un príncipe y sin el azar de una mujer rubia semejante gesta no se hubiera podido realizar.
Estas tres personas movieron sus alas de mariposa y ese efecto ha hecho que vivamos el mayor periodo democrático de nuestra historia. Si en un principio fueron personajes secundarios, al final se convirtieron en actores principales, salvo la mujer rubia que siempre quiso estar en un segundo plano manejando los hilos. Si se le pregunta a Manuel Vicent sobre las claves de la Transición, no duda en señalar que "todos los grupos políticos, vinieran de donde viniesen, apostaron por una cosa positiva. Querían sacar la carreta de la charca. Esa emoción positiva se tradujo en una constitución sin ningún estilo, pero muy adaptable" y continúa analizando: "ese espíritu positivo continuó hasta el final del socialismo de Felipe González. Aznar volvió a inocular el odio dentro de la política. El antiguo adversario, pero amigo, se transformó en el adversario enemigo".
El espíritu de la Transición se notaba entre los propios periodistas. Al acabar las crónicas se juntaba a tomar copas en Carrusel o Boccacio. Eso se acabó y los propios periodistas son enemigos unos de otros. "Aznar enloqueció en su segundo mandato y volvieron las antiguas actitudes de confrontación. Sacó toda su frustración y sus complejos y la vida se convirtió en una lucha a cara de perro", relata con cierta tristeza y decepción el novelista.
En la novela, Suárez vive en un bosque lácteo, una neblina mental producida por el Alzheimer que padece y que le lleva a no reconocer ni al propio rey, que le visita para imponerle el Toisón de Oro, el más alto galardón de la monarquía. Algo parecido le ocurre a nuestro país, que parece no darse cuenta de los tiempos que estamos viviendo. "Hay un extraño virus que controla todas nuestra defensas. Vivimos una extraña represión psicológica en que la propia sociedad se reprime; algo de represión freudiana hay. Nos hemos quedado sin capacidad de reacción. Somos una sociedad zombi", afirma.
Las ideas se fueron volando como una bandada de pájaros cuando emigra en otoño hacia el sur. "La oposición está rota, no hay ninguna idea, ninguna palanca que mueva la sociedad. Somos una sociedad con miedo que está perdiendo todo lo bueno que tenía. Se ha perdido la rebeldía y lo que es peor, la dignidad", apunta certero y valiente. Los únicos que podrían hacer algo son los jóvenes, "ellos saben que algo está fallando, pero no saben cómo salir de este atasco en el que estamos viviendo", razona. También se queja de que "los sindicatos sólo defienden al que está trabajando". Una crítica muy comedida pero certera. Para Vicent, estamos viviendo "un descalabro moral".
"Desde la caída del muro de Berlín, un fantasma recorre Europa, pero ha resultado ser humo", dice. Una sustancia delicuescente enturbia el ambiente y hace que veamos borroso, turbio, en este bosque lácteo en el que vivimos. "Ahora el desfile de la Victoria se pasea todos los días. Son los ganadores de la Tercera Guerra Mundial. La guerra fría", evoca, que se nos ha quedado helada. "Los empresarios han conseguido que sean los propios trabajadores los que se exploten a sí mismos", opina. Es la cuadratura del círculo. La docilidad elevada al infinito. El domador que se doma a sí mismo y deja a la fiera a sus anchas. "Parece que no nos damos cuenta de que cuando al poder se le hace frente, se le puede ganar la partida". Esto ha pasado en la última huelga de basura en Madrid. Todavía hay una oportunidad para la cohesión y la solidaridad social.
Desde la tribuna de prensa del Congreso de los Diputados, Manuel Vicent tuvo la oportunidad de ser testigo de la Transición. El azar de la mujer rubia es su testimonio de lo que vivió en aquellos años. Sabe lo que se hizo bien y lo que se hizo mal. Guarda un grato recuerdo de Suárez, pero le critica cuando se lo merece. "Fue un aventurero de la política que tenía todas las características del héroe. Se puso al frente de una empresa que no sabía dónde iba a atracar. Lo hizo sacrificándose y como todo héroe fue traicionado por los suyos", relata evocando aquellos tiempos mejores en que se vivía deprisa. Fue un Viriato de la política apuñalado por sus fieles y allegados colaboradores.
La otra protagonista fue la mujer rubia, Carmen Díez de Rivera, bella, bellísima, melodramáticamente increíble, que le ha servido para explicar plásticamente, literariamente, unos tiempos excepcionales. "He buscado la verosimilitud. La literatura es verosimilitud; si el lector no se cree lo que está leyendo, no sirve para nada", afirma. Ese es su credo. La verosimilitud es mucho más profunda que cualquier análisis y como él mismo señala, "el secreto del arte, de la escritura, es saber pararse a tiempo, saber dejar las cosas en ese punto de equilibrio inestable que el lector tendrá que completar".
Manuel Vicent ha basado mucho de lo escrito en el libro en lo que le contó Pedro Sainz Rodríguez sobre el rey y su padre. Ha sido una fuente inagotable que sació su curiosidad y también la del lector, por lo que cuenta. Reconoce, para mí de forma cuestionable, que "no tengo capacidad de análisis. Todo lo que no sea reducible a imagen y metáfora para mí no existe. Con una metáfora se va más profundamente al fondo de cualquier cuestión". Él ha ido al fondo de la Transición. Nos ha mostrado una realidad tan distorsionada que es más real que la realidad misma.
Al despedirse reconoce el valor de algunos políticos que intentaron cambiar un país gris y triste. "Han sido los presidentes más insultados los mejores: Azaña, Suárez y Felipe González". Ellos quisieron cambiar la inercia de un país al que le gusta autodestruirse. Unos lo reconocen, otros no. Pero este triunvirato dejó una impronta sustancialmente diferente. Pudieron equivocarse, pero lo hicieron de buena fe y, en el caso de Felipe, -todos le siguen llamando Felipe-, lo hizo con especial cuidado.
Como aquel sargento bonachón de la serie de Canción triste de Hill Street, que al despedirse todas las mañanas de sus policías les decía "Tengan cuidado ahí fuera", Felipe, al acabar los Consejos de Ministros, les despedía diciendo: No piséis callos ahí fuera, inútilmente.
Entrevista
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