Verano de 1921, norte de África, el Rif. Diez mil soldados españoles – ¡diez mil! – mueren en poco más de dos semanas; además, muchos de ellos pierden la vida huyendo del enemigo o desarmados tras haberse rendido las posiciones que ocupaban. ¡Qué desastre!
Así es, ¡qué desastre!, pero también qué incomprensible todo lo que sucedió, porque el planteamiento estratégico de las operaciones que terminaron en derrota fue a todas luces inapropiado. Por eso, la campaña acabó como acabó: en una tragedia que marcó el devenir de nuestra historia, ya que supuso el inicio del fin del régimen monárquico alfonsino.
Pero, a todo esto, ¿qué se le había perdido a España en aquellas tierras?
A principios del siglo pasado, las potencias europeas, para dar satisfacción a sus propios intereses estratégicos, decidieron que España debía ocuparse de un Protectorado que abarcara varias regiones de Marruecos. El encargo, en realidad, resultó ser un regalo envenenado, pues una buena parte del territorio que teóricamente España tenía que administrar, tutelar y desarrollar había de ser ocupado previamente. Y ello no resultaba fácil, ya que las gentes que lo habitaban, como es lógico, no estaban muy conformes con la dominación extranjera y el Ejército carecía de los medios necesarios para obligarles a soportarla.
Entonces, ¿por qué el gobierno de Alfonso XIII aceptó tal responsabilidad?
Hay diversas causas que motivaron la decisión, pero la de mayor peso fue el querer dar respuesta al movimiento regeneracionista que pretendía sacar al país de la decadencia en la que había caído tras la pérdida en 1898 de sus últimas colonias de ultramar. Vamos, que se anhelaba ser metrópoli de nuevo.
Nos has comentado anteriormente que el planteamiento de las operaciones fue tan inapropiado que resulta incomprensible.
En realidad, el término inapropiado es un eufemismo, pues cualquiera podría pensar en otros adjetivos que calificaran de manera más expresiva unos planes de actuación que acabaron en una descomunal tragedia. Por ello, no creo que sea erróneo afirmar que en el luctuoso resultado influyeron más los deméritos propios que los méritos rifeños. El responsable de la campaña fue el general Silvestre, quien asumió la Comandancia General de Melilla en 1920 con la firme determinación de penetrar con ímpetu hacia el oeste para acabar de dominar un territorio que llevaba una década sin el control de su supuesta metrópoli. Sin embargo, lo hizo de tal manera que las tropas acabaron quedando en una situación extremadamente comprometida. Como prueba de ello, podemos señalar el que muchos soldados fueron disgregados en pequeñas posiciones que carecían de agua, la enorme extensión de frente que acabó abriéndose o el constante avance del ejército sin apreciar adecuadamente la inestabilidad de los territorios que iba dejando atrás. Éstos, y otros parecidos, son los motivos por los que también considero que el planteamiento del alto mando español resulta incomprensible, por no decir desconcertante. ¿Es que no se dio cuenta del peligro que se cernía sobre sus hombres? ¿Por qué no tuvo en cuenta las opiniones de los más entendidos en cuestiones políticas que alertaban sobre los riesgos de un avance tan precipitado? ¿Por qué nadie de mayor jerarquía intervino con firmeza para evitar el desastre? Para mí, que estamos en presencia de un auténtico enigma de la Historia, pues la manida justificación de que Silvestre confiaba tanto en su buena estrella que nada temía, no me resulta en modo alguno convincente. Además, como el general desapareció en Annual – ¿suicidado, muerto por el enemigo, huido…? – nunca pudo aclarar su conducta ni explicar sus decisiones.
Es aquí donde los hechos históricos entroncan con la novela.
Efectivamente, pues en Operación Quilates se imagina una explicación que da respuesta a todos los interrogantes. En este punto, nada más descriptivo que traer a colación la sinopsis del libro: En los albores de la Guerra Civil, tras la muerte de su esposa en un bombardeo, un antiguo jinete del regimiento de Caballería Alcántara, Miguel Daoiz, a pesar del peligro que ello entraña para él, toma la decisión de revelar la verdadera causa del Desastre de Annual: un plan para derrocar la monarquía de Alfonso XIII urdido por militares desafectos al régimen y del que tuvo conocimiento por un casual encuentro acaecido durante las jornadas de derrota del ejército de África. No hubo, por tanto, ni falta de previsión ni un cúmulo de errores del Comandante General de Melilla, sino una maquinación que le llevó a caer en un colosal engaño.
¿Qué motivará a los lectores para animarles a comprar la novela?
La respuesta es fácil: que no se arrepentirán, porque es muy agradable de leer, aparte de entretenida e interesante desde su primera página. Además, es creíble y convincente, aunque se trate de una ficción, en cuanto a la creación de las “verdaderas” causas del Desastre. En resumidas cuentas, que la trama de la obra seguro que les cautiva. ¡Ah!, y se repasa un poquito de historia, que nunca viene mal.
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