De escasas dimensiones, tres kilómetros de largo por 240 metros de ancho por su parte más amplia, la isla limitaba “al norte con el infierno, al este con la Historia, al sur con la esclavitud y al oeste con la libertad”, como escribe Vanessa Montfort. En medio del East River, tiene en una orilla el barrio de Manhattan y en la otra el de Queens. En tan estrecho y diminuto territorio se desenvuelve una historia digna de otros tiempos, concretamente de los tiempos de Charles Dickens.
“La protagonista de la novela es la Isla. Charles Dickens se me coló viendo las fotos que una mujer hizo sobre ella hace unos treinta años, y en algunas de las cuales aparecía el escritor británico. Muchos descendientes han ido dejando en ese pequeño kiosco donde están las fotos de sus ascendientes”, explica con pasión la escritora nacida en Barcelona pero que divide su vida, por lazos familiares entre Madrid y Nueva York, “para mí la metrópoli con diferencia. Es un gran parque de atracciones para adultos”, puntualiza la autora.
Para ella, Nueva York es el leit motiv de su literatura. Sus dos últimas novelas se desarrollan allí. En esta ocasión en la isla de Blackwell. En tan escaso territorio. Dickens se encontró, en la segunda ocasión en la que estuvo en la metrópoli, un hospital, un penal, su asilo de mujeres y otro de hombres, un manicomio, un hospicio y un orfanato. Un mundo de miseria donde las personas son meros números que vegetan por allí en “el centro de unos de los lugares más turísticos del mundo”, dice.
Dickens fue a Nueva York en dos ocasiones, en 1842, con treinta años cuando empezaba a ser conocido y en 1867 cuando ya se encontraba más maduro. Es en esta segunda ocasión cuando ocurre la trama de la novela. Espoleado por una carta anónima que le contaba lo que sucedía en la isla, el escritor decidió pasar unos días en la isla para investigar. “Realmente estuvo un día o día y medio allí, en la novela son catorce. En la isla encuentra todo su imaginario literario hecho realidad. Dickens es el escritor de la pobreza. Un liberal convencido, que abogaba en contra de la esclavitud”, señala la autora de Mitología de Nueva York.
Para Dickens, Estados Unidos era el sueño de la democracia liberal, sin embargo cuando llega allí, esa idealización se desmorona y se encuentra con un país muy conservador donde se le amenaza con lo que dice o con lo que publica. Él obvia esas amenazas y “se interesa por los presos que vivían allí y por todos los lugares de exclusión”, apunta la escritora. Ve el contraste entre la belleza de los edificios que se encontraban allí y lo que había.
“Dickens tuvo la capacidad de reescribir su propio destino”
“Me pareció muy bonito hablar de un personaje que tuvo la capacidad de reescribir su propio destino. En la actualidad, todos estamos abocados a reinventarnos. Fácil, desde luego que no lo es, es duro de narices, pero no nos queda más remedio”, desgrana solícita. A Vanessa Montfort le gusta contar historias y le gustan las charlas sosegadas como las de antes. Dickens, recuerda, era un gran contador de historias, pero ella también es combativa, lo expresa con sus ojos y su rebeldía toma cuerpo de forma tranquila. “Los grandes cambios de la humanidad son así y de forma casual”, opina.
En los años en que desarrolla la acción de La leyenda de la isla sin voz existen muchas semejanzas con lo que estamos viviendo en la actualidad. La crisis económica, las catástrofes y la piratería intelectual. “El incendio de 1835 fue monstruoso, desapareció buena parte de la ciudad, como ocurrió en el 11-S”, recuerda y además, Dickens estaba preocupado por los derechos de autor, al comprobar que lo que se publicaba en América no le reportaba ningún beneficio. “Sigue habiendo un vacío legal. La mayoría de la gente piensa que no está robando a nadie. Que la cultura tiene que ser gratuita, pero al mismo tiempo se molestan si es subvencionada”, opina de manera certera. Para hacer cultura hay que pagar y esa conciencia debe de iniciarse desde el colegio.
Vivimos tiempos eclécticos, los españoles se mueven entre dos posiciones opuestas. Por un lado, los pesimistas que creen que no hay nada que hacer, con continuas desilusiones y, por otra, los optimistas que mantienen la esperanza de que estos sean unos tiempos de cambio y aprovechar la crisis para quitarse de encima todo lo que no sirve. Vanessa Montfort se encuentra en este segundo grupo entre los que no se rinden jamás. Su novela tiene ese espíritu, “darme oxígeno a mí misma, por eso me he ido en la obra hacia el primer liberalismo, que paradójicamente nos ha dado lo mejor y también lo peor de los que somos”, puntualiza.
Ella no quiere que vean la novela como tremendista, sino como absolutamente real, pero con un toque mágico. Ha querido coger una historia real del pasado para hablar de la crisis actual. “Está desapareciendo la clase media. Muchos esconden su pobreza para que no se vea”, describe. Quiere que sea un homenaje al siglo XIX, que en su opinión está concluyendo ahora.
“Los ánimos se están caldeando en la actualidad. Los estallidos sociales están siendo muy pequeños, pero en ocasiones estos pequeños estallidos acarrean grandes cosas. La mecha se suele encender por las cosas más tontas y quien lo provoca no es muy consciente”, elucubra con lucidez.
Vanessa Montfort es una escritora lenta y perfeccionista, tanto en el fondo como en la forma. Escribir la novela la ha costado cuatro apasionados años. Dos han sido de documentación y preparar la trama. Una vez ya la tiene en la cabeza, queda el trabajo de escribir y engrandecerla. Para ello, ha inventado una historia de amor entre el escritor y Anne Radcliffe, una joven enfermera, que tiene una gran evolución en la novela, hasta tal punto de ser el eje más importante de la misma.
Reivindica la imaginación, “los escritores la tienen y es el niño que llevas dentro el que escribe por ti. Una persona que no recuerda su infancia es una persona triste”, enfatiza y se muestra contraria a aquellos que opinan que el pensamiento mágico de un niño se acaba a los siete años. Al mismo tiempo, sostiene que el escritor ha de crecer, “si no lo hace, muere”. Ella, aunque no lo diga, sabe que está creciendo, que va buscando su propio estilo, su propia forma de expresarse. “Yo hasta ahora había escrito en primera persona. Es la primera vez que utilizo la tercera persona. No sabía cómo era mi voz narrativa en tercera y no quería diluir la fuerza del yo”, finaliza la escritora. En mi opinión ha encontrado su voz narrativa. Una voz cercana al lector, una voz amiga que cuenta con delicadeza y talento historias singulares. Una voz que te puedes encontrar al doblar la esquina, al pasar una página y darte cuenta de que es una voz conocida que siempre ha estado a tu lado.
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