Jostein Gaarder nos hablaba en El mundo de Sofía de una faceta esencial en el mundo adulto. Un aspecto clave, que supone la diferencia entre la mentalidad experimentada y la virgen, y que no es otro que la capacidad de sorpresa. Y Rodríguez Chuliá es ese niño abierto a la continua admiración. Un niño que analiza situaciones que están al alcance de la mano de cada uno de nosotros, pero que solo él se detiene a observar con lupa voluntaria.
La filosofía del agua no es una novela destinada a eruditos. En primera persona, el argumento se centra en un joven desorientado que, con ayuda de un desconocido, va a recorrer el camino de la vida dirigiendo sus pasos hacia nuevas rutas, bajo el principio de Einstein acerca de que para buscar resultados diferentes, es primordial variar el comportamiento. De este modo, moldeará su forma de actuar respecto a su familia y allegados, topándose con un mundo de posibilidades nuevas y diversas.
Reflexiones como «había aprendido a soportar el hambre, pero no a amarla. Nadie lo consigue nunca», «solo los ricos pueden elegir. Los pobres no podemos», o «el azar de la batalla te obliga a moverte rápido y a fluir como el agua» nos presentan a través de los ojos del muchacho una narración que supone un canto a la ruptura del camino marcado, una huída de la zona de confort y una exaltación de la iniciativa como elementos indispensables para alcanzar la verdadera libertad, aquella que le permite al hombre, como ser individual, ser dueño de sus propias decisiones.
Rodríguez Chuliá, que en breve publicará su segunda novela, Un hombre tranquilo, por medio de Grupo Tierra Editorial, combina su labor de asesor jurídico con la escritura. Os recomiendo que no perdáis de vista a este escritor.
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