Pocos autores se han acercado a ese universo en ruinas desde la poesía. Entre ellos, Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, 1963), poeta soriano que no ha dejado de asomarse a él desde su primer libro, Echarse al monte (1997) y que con Sin ir más lejos ha obtenido el último Premio de la Crítica de poesía en castellano. Un libro que pasó casi inadvertido, que ha contado con muy pocas reseñas — lo que revela el marasmo y el despiste con que se mueven, a veces, los suplementos culturales— y que, sin embargo, es uno de los más intensos y hondos de cuantos se publicaron el pasado año. De lenguaje desnudo, preciso y radical (de raíz), de sabia comunión con las verdades ancestrales que tuvieron su papel primordial en un universo, ahora perdido, en el que tierra y hombre mantenían vínculos indisolubles y directos (“Vivo en un lugarcillo de hartos pocos / vecinos”).. Sin ir más lejos es un libro universal, válido para cualquier territorio aunque contiene lugares, nombres propios (muy pocos: Moncayo, Urbión, Las landas, también Ohio o Nebraska, o Kolymá) y contiene, sobre todo, celebración de la vida desde la conciencia de la pérdida del espacio donde esta fluye.
“Mi ser es de silencio. En la quietud
del campo, solo, donde siempre,
debajo de las peñas, mantengo
la contemplación largo rato.
Sin más allá: vivir sintiendo
que la vida te pertenece
por completo, pararte a comprender
la simpleza, mientras te escucha,
largo rato, el silencio. Para volver
a congraciarse con el mundo.”
Fermín Herrero canta a las pequeñas cosas del campo (en algunos momentos me ha recordado, lejanamente, la poesía más entrañada de Muñoz Rojas, en otros un Claudio Rodríguez contemplativo y asombrado), a los fenómenos naturales que el viajero ignora, se detiene en las huellas que cada estación del año (“Obedecer / a la tierra, asumir / los ciclos pase / lo que pase, que el tiempo / dirá”) deja en la tierra de cultivo, en el árbol, en un campo solitario y vencido, la soledad de los corrales, las losas de lavar, el río. Paisajes, micropaisajes, naturaleza, muros, pueblos abandonados y silencio grávido, sometido sólo a los ruidos que acompañan los cambios meteorológicos, el fluir del tiempo.
Sin ir más lejos es un canto a lo próximo y todavía vivo y es, también, una apelación a la memoria infantil, a las costumbres desaparecidas, a una vida que quedó enterrada con la propia niñez. Porque al igual que en la sociedad cibernética y ultraurbanizada se pierde la noticia de lo más primigenio, de los pequeños signos de vida que en el campo aún conservan su sentido más hondo, su predominio (Internet, el mundo tecnificado, la veneración de la imagen tienen efectos desoladores sobre esa realidad), también se pierden costumbres, ritos, oficios y para dar cuenta de esas pérdidas le sirve a Herrero la sutileza afilada y cargada de emoción del poema: la pesca del cangrejo, la matanza que señalaba los inviernos, la caza de pájaros con liga, espiar los nidos son algunos de los acontecimientos que afloran en la memoria y cobran identidad, existencia, en el poema. Esa conciencia, que surge del enfrentamiento del poeta con todo lo que ya no volverá es, también, sorda protesta, crítica, una crítica que contiene, como alimento, el regreso, la devoción por la tierra que alumbró todo aquello y que ha sido abandonada por el hombre: “Se siente, ahora, seca la casa, / apenas sensitiva, con mucho / ayer. Y con penumbra”.
Fermín Herrero obtuvo con este libro un merecido premio de la Crítica. Un galardón imprevisto, contra la lógica que parece vincular ese premio con una significativa presencia previa en los suplementos literarios de los más importantes diarios. Un libro que emociona, que nos invita a mirar lo esencial de la vida y a saborear un lenguaje que, como las tierras cantadas, parece condenado, también, al abandono: “a tenazón”, “solanillo”, “cardelinas”, “primadas”, “reguero”, “adormijaba”… son algunos de los términos que Herrero recupera. Poesía en estado esencial brotando de la tierra.
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