A punto de que las tropas de Tito comenzasen la destrucción de Jerusalén, Zoker, miembro de la familia de Jesús, moviéndose por el intrincado laberinto de túneles que hay bajo la ciudad santa, pone a salvo unos documentos que contienen las memorias de Santiago el Justo, hermano de Jeshua y heredero de una iglesia que, después de morir ejecutado, heredaría San Pedro.
Mil años después nos encontramos con Jerusalén asediada por los cristianos de la primera cruzada. Las memorias de Santiago se encuentran en la ciudad después de haber recorrido un largo viaje hasta Maguncia de ida y vuelta. En esas memorias Santiago explica cómo él era el heredero de su hermano Jesús y que los judíos no habían sido los responsables de la muerte del crucificado. Ni los judíos ni los romanos crucificaban a los blasfemos: la pena para ellos era la lapidación. Los romanos a los que sí crucificaban eran los sediciosos. Crucificar quedaba para los romanos, por lo tanto los verdaderos culpables de la crucifixión de Jesús fueron éstos y Poncio Pilato, el gobernador de Judea.
Esta es la tesis de Andrea Frediani, para ello se ha basado en innumerables textos que él ha consultado como licenciado en historia medieval, pero el autor no dice que esto sea realmente así, sino que basándose en unas fuentes fiables y hechos históricos incontestables, elucubra y llena con su imaginación una historia que podría ser o no ser cierta. Todo ha partido de su cabeza y a nosotros como lectores nos da igual, porque la obra tiene la suficiente enjundia para atraparnos y leérnosla de un tirón.
Esa primera cruzada tuvo dos partes: la primera de los pobres, la segunda de los barones, porque cuatro eran los barones que comandaban otros tantos contingentes. Godofredo de Bouillon el contingente lorenés-flamenco, Hugo de Vermandois el de los normandos septentrionales, Bohemundo de Tarento el de los normandos meridionales y Raimundo de Toulouse el de los occitanos. Estos cuatro barones se desplazaron por media Europa hasta llegar a las puertas de Jerusalén que, por supuesto, encontraron cerradas, estando ocupada la ciudad por tropas egipcias dispuestas a resistir hasta el último aliento.
Los cruzados atacan la ciudad desde dos posiciones, una al norte y otra al sur, coincidiendo con las puertas de Herodes y de Sión. El autor recrea todos los pormenores de la cruzada, desde cómo los cristianos se desplazan por Europa arrasando barrios judíos, su llegada ante las puertas de Jerusalén y cómo se organizan para el asalto definitivo. Describe las situaciones cotidianas en las ciudades por las que pasa la cruzada, la vida en los campamentos de los cruzados, cómo comían, cómo los sacerdotes intentaban mantener un cierto orden religioso, cómo las prostitutas entretenían a los soldados y caballeros, etc.
Pero donde realmente Frediani se luce es en las batallas. Las descripciones de las mismas son coloristas y realistas a un mismo tiempo. El lector se ve imbuido en mitad de las luchas, puede oír el silbido de las flechas, el zumbido de las piedras lanzadas por las catapultas, puede ver las llamas del fuego griego, sentir el miedo y la desesperación de atacantes y atacados. El autor nos muestra el movimiento de tropas en el terreno abierto o en los adarves del castillo. Y lo hace de manera magistral. Su fuerte son esas descripciones militares, pero no sólo eso, la preparación de los ataques, la construcción de las máquinas de asedio, el ataque de una masa humana de gente sin preparación, sin equipamiento a la que sólo una devoción irracional les permite sobrevivir a las miserias y penurias del hambre, de la sed y de los mil y un inconvenientes.
Esas tropas desarrapadas consiguen su objetivo, todos lo sabemos, pero cómo lo cuenta el escritor italiano es la principal virtud de la novela. Es una obra más que interesante, que quien comience a leerla no podrá dejarla hasta terminar. Su escritura es fácil, descriptiva, pero no por ello simple. Utiliza un lenguaje técnico y culto que no parece tal. La suya es una gran virtud, al simplificar los acontecimientos y la erudición histórica que maneja. Andrea Frediani se ha ganado a pulso un lugar destacado entre los novelistas históricos de esa gran escuela italiana.
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