Sucesivamente el periodo victoriano, gran amante de la ghost story, ofreció terreno abonado para su proliferación. Por doquier surgieron relatos que siguieron la fórmula concebida por Walpole, aunque progresivamente fueron puliéndola y dotándola de mayor sutileza. Frente al terror exagerado y artificioso que propone la literatura gótica ‒irracional como fue esta corriente artística en todas sus vertientes‒, se opta por otro mucho más sutil y de tintes psicológicos que recrea un ambiente de misterio infinitamente más turbador, a menudo fruto de los propios temores y culpas de sus protagonistas ‒un excelente ejemplo lo ofrece El secreto del oro creciente, de Bram Stoker‒.
De esta forma se abre la puerta a un nuevo terror racional que llega para quedarse, y del que Poe, padre del cuento analítico de misterio ‒lo que el propio Poe denominó “cuento de raciocinio”‒ y la literatura policiaca ‒cuya paternidad sin embargo otros atribuyen a Wilkie Collins‒, suele ser considerado precursor.
En este escenario, en época victoriana, florecen las historias de casas embrujadas clásicas. La trama, con ligeras variantes según los autores y su respectiva originalidad, se resume muy brevemente como sigue: debido a hechos terribles, un espíritu que no encuentra descanso se aparece en una casa misteriosa ante sus desconcertados nuevos habitantes, aún vivos.
El afán racionalista por explicar los fenómenos paranormales que se manifiestan en las casas embrujadas impulsará tempranamente el surgimiento de un personaje esencial para el subgénero: el investigador de lo paranormal. Su paternidad ha de atribuirse al irlandés Joseph Thomas Sheridan Le Fanu, creador del Dr. Hesselius, que sin duda sirvió de modelo para: el Thomas Carnacki de Hodgson, el “anticuario” de M. R. James, el John Silence de Algernon Blackwood, el Jules de Grandin de Seabury Quinn y el John Thurston de M. W. Wellman.
Lo cierto es que desde el periodo victoriano los relatos de casas embrujadas no dejaron de ocupar un lugar de honor en el panorama literario europeo y americano. No obstante, el subgénero vivió una segunda edad dorada con la llegada del pulp, precisamente de la mano del detective de lo paranormal.
En breve el mundo asistió al surgimiento de un nuevo género de terror en el que encontraría cabida un concepto de casa embrujada inédito hasta el momento. Uno bastante más complejo y rico, que, mezclando ocultismo, esoterismo, antigua mitología y fuerzas de la naturaleza, apela a terrores bien arraigados en el inconsciente. Esta nueva corriente genera obras mucho más inquietantes que los sencillos y en el fondo cándidos relatos victorianos, en los que el mal ‒un simple fantasma‒ resultaba claramente identificable. Ahora la amenaza se revela mucho más oscura y terrible, un peligro arcano que supera a la mente humana y resulta imposible de conjurar: un mal eterno de tan antiguo, que adquiere dimensiones cósmicas. Lovecraft se convertirá en el paradigma de este nuevo tipo de terror, que en efecto deja relatos memorables sobre casas embrujadas. Pero lo cierto es que este autor recoge el testigo de otros escritores cuya influencia resulta innegable: Marchen, Blackwood y Chambers. Y en el origen de todos ellos, remontándonos hacia atrás en el tiempo, llegamos siempre a Le Fanu, gran conocedor del mundo mágico irlandés e inagotable fuente de inspiración.
Relatos como Casa tomada, de Julio Cortázar, demuestran que el subgénero ha sido capaz no sólo de sobrevivir a lo largo de los siglos, sino también de revestirse de contemporaneidad: de reinventarse y adaptarse a las necesidades de los nuevos tiempos, para volverse cada día más turbador e incluso hábil en la crítica social.
Eso sin contar el éxito cosechado por las adaptaciones al cine de algunos de estos relatos: el tan versionado Otra vuelta de tuerca, de Henry James, La casa Infernal, de Richard Matheson, Nazareth Hill, de Ramsey Campbell, La maldición de Hill House, de Shirley Jackson, El resplandor y 1408, de Stephen King, Hellraiser, de Clive Barker…
Aunque el grueso de los relatos de casas embrujadas fueron escritos en lengua inglesa, otros autores nos han legado notables ejemplos: el alemán E. T. A. Hoffmann, su coetáneo francés Charles Nodier, la curiosa pareja literaria ‒también francesa‒ que forman Émile Erckmann y Alexandre Chatrian… A pesar de la brevedad a la que me veo obligada, creo que merece la pena recordar aquí, por ser actual y extremamente peculiar, un curioso ejemplo español: La casa de las sombras, de Juan Ángel Laguna Edroso.
Siguiendo los cánones clásicos, esta atípica novela breve se desarrolla en un caserón tan antiguo que sus cimientos se alzan sobre huesos de viquingos. Un caserón poblado por sombras y fantasmas, cuyas paredes están infestadas de ratas ‒quizá como homenaje a Lovecraft, autor de Las Ratas en las Paredes‒ y debajo del cual late y crece un misterioso ser ‒aunque a nivel simbólico parece una personificación del dolor y la rabia acumulados en el malogrado hogar‒, guiño sin duda a La madriguera del gusano blanco, de Stoker, y seguramente también ‒ya que las referencias al espejo son abundantes hasta su total ruptura en mil pedazos‒ a Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, pues si bien descrito como una enorme babosa, el monstruo parece tener ojillos salpicando su piel azul cual gran oruga, y no podemos olvidar que La casa de las sombras tiene una protagonista infantil. Ciertamente, aunque la ambientación de la novela es claramente romántica, en su desenlace parece dejar la puerta abierta a un ambiguo terror cósmico al más puro estilo lovecraftiano, ya que Hugh el nigromante finalmente se despoja de su forma humana ‒significativamente, un cuerpo apergaminado, carne muerta y momificada bajo sus indescifrables escritor, esos que absorben toda su atención apartándole de la vida real, como en cierta forma le sucede también a cualquier escritor‒ y se convierte en un ser tentacular.
Relato polisémico donde los haya, La casa de las sombras parece al tiempo una parábola sobre el aislamiento al que nos somete el dolor: al que se somete el cabeza de familia tras la pérdida de su esposa, de la que pareciera responsable ‒ya sea por su muerte real, a la que podría aludir la bella lápida del jardín, o metafórica, es decir por su conversión en una sombra trastornada que, fruto del desdoblamiento que provoca la indiferencia y el desamor, vaga en pena por la casa‒. Una situación que repercute en sus hijos, abandonados a su suerte y a la influencia de los fantasmas. Ese jefe de familia al que no se puede importunar, siempre encerrado en su estudio, tan extraño para sus descendientes que la mayor ‒de diez años‒ asegura no conocerle, de hecho llamó a los lobos y las alimañas para que habitasen los bosques circundantes e impidiesen el paso de ningún desconocido, dejando la mansión totalmente aislada.
Pero contemporáneamente, además y no menos importante, a la luz de la recalcitrante misantropía que distingue a la línea masculina de esta estirpe de nigromantes, toda la obra podría entenderse como una alegoría de la lucha de sexos en el marco de la pareja. También, y sobre todo, como un canto a la rebelión femenina contra la tiranía patriarcal que acapara el poder y el conocimiento ‒comprendida la clarividencia‒. Una batalla que las brujas medievales, demonizadas y a menudo quemadas simplemente por custodiar remedios tradicionales, perdieron. Y sin embargo no advertimos rencor, pues la narración alude a la esencia generosa y solidaria de la mujer, arquetipo femenino que se sacrifica y actúa como madre protectora aun cuando pueda ser una niña o una hermana, incluso contra sus propios intereses personales. Como la pequeña Isabelle, que ofrece sus ojos a cambio de la incolumidad del bebé Côme, el único que ‒tal vez gracias a la pureza de la mirada infantil‒, realmente puede ver a los espíritus. Porque, efectivamente, descubrimos que la casa es escenario de una perpetua reencarnación de la que los protagonistas y sus sucesivas sombras, destinados a repetir una y otra vez los mismos errores, jamás pueden escapar. Así pues, la casa se revela una manifestación de quienes la habitaron: los habitantes son la casa y la casa son los habitantes.
Por último, en La casa de las sombras no pasa desapercibida la influencia de Poe. Inevitablemente, nos asalta la sospecha de que en la obra se insinúe el incesto. La atracción entre los primos Marianne y Ladislás nos hace rememorar La caída de la casa Usher, e incluso la propia vida de Poe. Pero además el lector presagia que la ausente esposa del protagonista podría haber sido en realidad la tía Ágata, su hermana, la última gran bruja de esa estirpe ya en decadencia, víctima de la locura y la ceguera ‒circunstancias que nos recuerdan a la Úrsula de Cien años de soledad‒ tras haber perdido el duelo por el control de los oscuros poderes de la familia, y empeñada aún en instruir a su última descendiente femenina para que recupere el lugar que le corresponde y se convierta en paladín de las sometidas y agraviadas.
Cerrada esta breve exposición sobre la historia de los antecedentes y centrándonos definitivamente en la antología que nos ocupa, podemos empezar confirmando que sus páginas cumplen con creces las expectativas que un subgénero de tan amplia tradición justifica. Fenómenos físicos inexplicables, cambios de temperatura, ruidos, apariciones... Presencias o energías atrapadas o demasiado apegadas a sus antiguas moradas como para abandonarlas se dan cita en este nuevo libro de Saco de Huesos, que enriquece así su colección Calabazas en el Trastero con una antología sin duda de gran calidad y para todos los gustos.
El volumen, con portada de Verónica Leonetti, se abre con un breve prólogo de Víctor Selles, conciso pero repleto de interesantes sugerencias en clave psicoanalítica sobre el género. Esencialmente sobre el mal que a veces habita las casas embrujadas, cuyo origen podemos rastrear en nuestro propio inconsciente, en los remordimientos o sentimientos de culpa no resueltos que a menudo alberga este.
Adoptando una perspectiva plenamente actual, el viejo argumento de la casa poblada de fantasmas se renueva y moderniza, adquiriendo tintes sociales relacionados con la crisis y sus secuelas, especialmente con una de las más sangrantes: los desahucios. Y es que con nuestra casa establecemos un diálogo íntimo: nuestra personalidad la define y ella también nos define a nosotros. Ella debiera ser nuestro último reducto de independencia y soberanía, nuestro pequeño reino inviolable. Pero, en este siglo impasible y escéptico ‒que se identifica con casas cada vez más homogéneas e impersonales, más deshumanizadas: moles de cemento como enormes panales sin alma‒, hasta de eso se nos despoja. Sin medir las consecuencias, sin prever que también la casa se rebelará ante la injusticia.
Y así puede suceder que un empleado de inmobiliaria atribuya los obstáculos que encuentra para enseñar un inmueble a presuntos ocupas, pero acabe descubriendo una presencia biológica con determinación propia. Y ese viscoso hongo o moho, vida primitiva y maligna ‒vagamente semejante a la que describen dos relatos de William H. Hodgson: La nave abandonada y a Una voz en la noche‒ que coloniza una palpitante casa, decide a quién y cuándo dejar entrar. Y sobre todo, al acecho de nuevos compañeros de los que apoderarse, a quién no dejar salir nunca más.
Porque también el terror cósmico que se gesta con Marchen, Blackwood y Charbers y florece con Lovecraft está presente en esta antología, por ejemplo a través de un homenaje a El signo amarillo de Chambers ‒así como a Ambrose Bierce, creador de las ruinas de la fantasmagórica ciudad abandonada de Carcosa, de la que luego se apropiaría el Cthulhu de Lovecraft‒, oscuro símbolo nunca bien descrito y vinculado estrechamente al no menos misterioso Rey Amarillo ‒por quien el interés se reaviva recientemente gracias a la primera temporada de la serie True Detective, cuyo excelente guión se debe a Nic Pizzolatto‒ y a un hermético libro que acaba volviendo locos a quienes pretenden descifrarlo. Del signo amarillo, marca de un mal que nos determina, no podemos escapar porque es infinito: está ahí desde siempre y por siempre. Únicamente, como el protagonista del relato ‒en el que también advertimos la huella del Norman Bates de Psicosis y sobre todo del histórico Ed Gein, el asesino en serie aficionado a curtir pieles humanas de mujeres en el que se inspiró Robert Bloch para dar vida a su personaje‒, podemos someternos a sus inexorables reglas, las de la locura. Porque, al tiempo, como el uróbolos que se muerde la cola, la herencia de la locura anida ya en nosotros: germina en nuestros temores y en los conflictos, a menudo no resueltos desde la infancia ‒a veces sometida al pernicioso influjo de padres o madres de personalidad dominante y castradora‒, con quienes nos criaron; en los errores de nuestros mayores que no queremos repetir, y que normalmente acabamos repitiendo. La locura está en el conocimiento de lo que preferiríamos no saber o recordar y mantenemos encerrado en un armario o tapiado tras un muro. Hasta que el dique revienta. Porque tal vez no exista el sino, pero de la culpa que nos atormenta indudablemente no se puede escapar.
De hecho entre estas páginas podemos encontrar al mismísimo Cthulhu que, cansado de esperar discretamente su hora, escondido en las profundidades ‒las terrenas y las del mucho más ignoto inconsciente‒, aflora a la superficie dominando los pensamientos de pobres mortales, indefensos ante su magnificencia antigua cuanto el mundo.
Y es que nuestros fantasmas o demonios a veces no constituyen una amenaza externa, sino que emanan de nosotros o nos habitan, como descubre el reputado arquitecto que vende su alma al firmar un acuerdo de confidencialidad acerca de los métodos de construcción de un edificio para familias desfavorecidas con desconocidos materiales aislantes capaces de mantener las viviendas totalmente aisladas. Un proyecto altruista sólo en apariencia, pero que, por supuesto, oculta oscuras intenciones y pretende aprovecharse, como siempre, de personas desesperadas a quienes sus circunstancias han empujado al límite de la cordura: acumuladores, en definitiva, de tragedia y caos. Un experimento que nos recuerda al que se desarrolla en La casa Infernal, de Richard Matheson, y en La maldición de Hill House, de Shirley Jackson. Y, por supuesto, al terrorífico pero mucho menos original “reality” show Gran Hermano, que en el fondo también se puebla de fantasmas década tras década.
No obstante, en esta antología también hay espacio para relatos al más puro estilo de la ghost story victoriana, uno de cuyos máximos exponentes es M. R James, a quien en cierto modo se rinde homenaje ‒en concreto a La casa de muñecas‒ en un inquietante relato ambientado en una América profunda, machista, sórdida y despiadada, donde, con el beneplácito y promoción de las autoridades, un doctor recorre el país practicando lobotomías en su furgoneta por cuenta del estado, que de esa forma se libra de la carga que suponen aquellos a los que considera mentalmente insanos por no cumplir los cánones ni aceptar mansamente las normas. También a aquellos que resultan un estorbo porque guardan secretos inconfesables y demasiado vergonzosos, muchas veces mujeres utilizadas y desechadas ‒por lo que no pasan desapercibidos los tintes feministas que lo aproximan a la corriente reivindicativa victoriana y posvictoriana a la que dieron vida autoras como Charlotte Brontë, Mary E. Wilkins Freeman, Charlotte Perkins Gilman o Madelene Yale Wynne‒: enclaustradas en el hospital psiquiátrico, una casa con vida y reglas propias, habitada por una presencia ‒muy al gusto Lovecraftiano y heredera de La madriguera del Gusano Blanco de Stoker y La casa del fin del mundo de Hodgson‒ que se adivina vinculada a cultos paganos y que se convierte en la propia esencia del edificio.
Como en la ghost story victoriana, entre las páginas de este nuevo número de Calabazas en el Trastero vemos desfilar lúgubres jardines, cadáveres tapiados tras muros que en vano procuramos levantar en nuestra memoria, retratos que cobran vida ‒o muerte‒ como el de La casa del Juez, de Stoker ‒inspirado, a su vez, en Descripción de ciertas extrañas perturbaciones que se produjeron en Augier Street y El juez Harbottle, ambos de Le Fanu‒, y apariciones fantasmales indisolublemente vinculadas a sus antiguas moradas. Presencias que, tras tanto tiempo, se sienten solas y exigen la compañía, voluntaria o forzosa, de los vivos… Que a veces se apoderan de nosotros y nos poseen, como los personajes literarios también se apoderan de sus autores. Y es que los escritores, seres de vida desordenada y a menudo precaria estabilidad emocional, se convierten en presa fácil para sus fantasmas. Más cuando cometen la imprudencia de retirarse a buscar inspiración en casas apartadas y marcadas por la tragedia.
Porque una parte de nosotros, para bien o para mal, también queda en los hogares que habitamos y en los objetos que los amueblan ‒los que a menudo adquirimos con ilusión y cuidamos con mimo; también los que otras ocasiones fueron testigos de nuestra desdicha o se convirtieron incluso en arma homicida‒, imprimiéndoles un carácter y convirtiéndolos a veces en instrumento de venganza contra víctimas ingenuas y desprevenidas. Aunque otras veces los espíritus retenidos no guardan rencor por su desgracia, y corren en ayuda de los inocentes ‒como los tiernos infantes‒, protegiéndolos del mal humano que les acecha para que no acaben compartiendo su misma aciaga suerte.
Pero ¿cómo podrá sobrevivir el viejo concepto de casa-refugio, la antigua relación íntima con el hogar, en una sociedad frívola, obscena y exhibicionista ‒al tiempo que voyerista‒, en la que todo se convierte en mercantil espectáculo, que disfruta contemplando a sus semejantes despojados de intimidad, viviendo ‒o fingiendo vivir‒ en una minúscula casa de cristal ‒o de un moderno material plástico transparente, que para el caso es lo mismo‒ ubicada en una acera, impúdica pecera que los mantiene permanentemente expuestos al público como un animal de feria? ¿En una sociedad en la que Gran Hermano sigue teniendo incondicionales y nuevos aspirantes al artificial encierro? Víctimas todos ‒vivos y difuntos‒ del mercado, que obtiene ganancias del espectáculo y hasta de la propia muerte de sus peones, sacrificados en vanas hogueras para convertirse después en prescindible polvo y sombras. Y sin embargo hasta a eso se habitúan los modernos fantasmas, dispuestos a abandonar su proverbial pudor y habitar casas con paredes transparentes. Modernos, tan modernos que, siguiendo el devenir de los tiempos, aceptan emplear ratones de ordenador a modo de güija para comunicar con los vivos.
En definitiva, esta soberbia antología, con su heterogéneo enfoque, demuestra hasta qué punto el antiguo argumento de la casa embrujada sigue estando de plena actualidad y suscitando el más vivo interés en autores y lectores. Porque el individuo ‒especialmente los niños y los adultos que han sabido defender la curiosidad y la falta de prejuicios propios de la infancia‒ busca desesperadamente vestigios de lo sobrenatural en un mundo ya plenamente racional y desacralizado, recalcitrantemente escéptico e incluso cáusticamente cínico. Porque el escalofrío no es sólo un derecho, sino una necesidad del ser humano. Y, paradójicamente, el terror ‒ya sea con tintes humorísticos o sin ellos‒ también le ayuda a combatir sus temores, ya abierta y sanamente manifestados, y a conservar así la cordura.
Índice de relatos:
Casa ocupada (Javier Vivancos)
Cláusula 21 (Sergio Moreno)
No entres (Ricardo Cortés Pape)
La casa silente (Daniel Garrido Castro)
Escritores (Andrés Díaz Sánchez)
Trozos (José Alberto Arias)
Cuento de hadas con ogro (Lisardo Suárez)
Rescoldos (Erica Gómez Gris)
Hotel Carcosa (Salomé Guadalupe Ingelmo)
Cenobia (Iván Humanes)
Tentación (L.G. Morgan)
La casa de los juguetes rotos (Víctor Villanueva Garrido)
La casa de plástico (Javier Lacomba Tamarit)