Y de tal especulación acaso no sea exagerado devenir que el discurso literario que nos propone Bove (seudónimo de Emmanuel Bobovnikoff, francés ‘hijo de un ruso de origen judío y de una criada luxemburguesa’ y fallecido prematuramente en París a los 47 años de edad) es ese cuadro minucioso, lento, ingenioso y sutil que constituye su novela. Escuchemos: “Estaba en medio de la habitación. Cuando no sé a qué dedicarme, me quedo siempre en medio de una habitación, para estar a la misma distancia de las ocupaciones que podrían venírseme a la cabeza (…) Jeanne tosió. Esperé unos momentos. Luego me acerqué a la cama sin ruido, para cogerla por sorpresa”.
Cuando el lector tiene la oportunidad de atender al reclamo de un escritor que no solo aporta un argumento a su decir sino que se tiene la sensación de que, con él, le está otorgando el escenario apropiado al caso, el tal lector ha de sentirse necesariamente más implicado, más atento a la continuación de la historia que ha conseguido captar su sentidos. Y ha de advertirse en ello que así, esencialmente, se cumple uno de los primeros objetivos de la literatura, el de comunicar mediante emoción y pensamiento a la vez. El fecundo diálogo escritor-lector se inicia así de un modo simple, fluido, atento y armonioso.
¿No ha nacido el lenguaje para hacer ostensible el bien de la comunicación? Con la particularidad, en lo literario, de que tal comunicación se adorna de una forma de seducción gracias a la intervención necesaria de la imaginación, de la inteligencia comprensiva, de esa forma como de trascendencia emocional por la que el lector, de alguna manera, prolonga y enriquece su vida, su fecunda soledad.
Esta novela, en fin, es un buen ejemplo de literatura en estado puro; con razón autores como Rilke, Gide o Beckett han elogiado su obra. Y ellos no eran sospechosos de no conocer el arte añejo y sublime de contar las inagotables vicisitudes que acaecen al hombre.
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