De ahí, que casi al inicio de esta narración de “autoficción” uno de sus protagonistas nos diga: «Nos hemos acostumbrado a no esperar ya absolutamente nada, a vivir de los recuerdos». Y quizá, si Ramón Surroca pone en boca de uno de sus personajes tales palabras, sea porque una de las mayores tragedias del ser humano sea esa, ya que los recuerdos forman parte de la vida que se nos fue muriendo. En este caso, la búsqueda de la verdad anclada en la esperanza se muestra, por sí sola, como una bella manifestación de lo imposible, como imposibles son los sueños del que desea la luna cuando es incapaz de alcanzarla, lo que nos lleva a plantearnos que algo falla cuando el esfuerzo colectivo sólo tiene un reflejo positivo en las condiciones de vida de unos pocos, las de aquellos que solemos denominar como clase dirigente, porque entonces, la utopía de la libertad deja de ser un concepto inmaterial y deviene en la manera de afrontar y esquivar el laberinto diario que esa mala ejecución de los ideales lleva al desencanto a todos aquellos que un día lucharon y creyeron en ellos. En esta novela el aislamiento cubano no es sólo geográfico o político, sino que el acierto de Ramón Surroca está en mostrárnoslo como si fuera la búsqueda del hielo que el coronel Aureliano Buendía rememora frente al pelotón de fusilamiento en el famoso inicio de la novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, pues en muchos de sus personajes hay una reivindicación explícita e implícita de ese mundo que se fue y ya no existe, de esa realidad que ahora está impuesta por un día a día ni querido ni soñado. El realismo mágico del que en ocasiones beben los personajes de este viaje a las entrañas de la utópica búsqueda de la libertad por parte de los cubanos, es una muestra más del poder intrínseco que tienen los sueños y su capacidad para desvirtuar la realidad. Nora, Reynaldo, David, Óscar o Ana María, encarnan como pocas veces se da en la literatura esa travesía a lo largo del Ancho Mar de los Sargazos que Jean Rhys nos dibujó en la segunda mitad del siglo XX, para mostrarnos la desigualdad de aquellos que se convierten en extraños dentro de su propia tierra, en una especie de exilio que va más allá de uno mismo y de la conquista de su propia libertad.
Ramón Surroca en Lenta luz de La Habana también nos plantea, entre otras muchas cosas, no sólo la necesidad de la lucha por unos ideales, sino la importancia de la necesidad de la esperanza. Un pueblo sin esperanza es un pueblo muerto, y es ahí, donde el narrador de esta historia lucha contra sí mismo y su propio abatimiento cuando comprueba de primera mano el estado real de los cubanos que en su día apoyaron la “idealidad revolucionaria”. En este sentido, hay un juego de espejos que emiten imágenes y reflejos en varias direcciones, pues si los cubanos añoran la libertad con la que se vive en Occidente, el narrador siente lo contrario cuando ve el espíritu de lucha y sacrifico que tienen los cubanos a la hora de seguir manteniendo vivo el valor de unos ideales que han naufragado en su ejecución práctica con el paso de los años. Y de ahí deviene el sentimiento de culpa del narrador por ser embajador involuntario de un mundo anhelado por los demás. Sin embargo, hay una última posibilidad para la esperanza, y esta no es otra que la oportunidad del diálogo que nos presenta la opción de explorar los conceptos de “idealidad revolucionaria” —que han llevado al narrador y a Caterina a Cuba—, y el de la “rebelión” ante la severa experiencia de la situación real de los cubanos. Y es en esa confrontación biunívoca donde unos y otros ensalzan aquello que no tienen.
No obstante, la novela es también un viaje interior en el que su protagonista pone en cuestión su forma de ver y entender la vida, sus ideas y sus ideales. Y de esa obsesión nace este collage al que el narrador ha titulado como Lenta luz de La Habana que, tal y como él nos apunta, sus personajes «simbolizan la fe en valores que nunca debería abandonar el ser humano». A lo que hay que añadir que Ramón Surroca lo hace desde el punto de vista del narrador omnisciente, intentado mantener siempre ese punto de equilibrio entre lo vivido y lo recordado, lo visto y lo sentido, lo deseado y lo negado, lo que le proporciona a la historia un plus de autenticidad, pues en ningún momento se nos trata de llevar manipular, sino que más bien todo lo contrario, porque el autor se limita a mostrarnos aquello que él vivió hace algo más de veintidós años, y de esa forma, que cada lector extraiga sus propias conclusiones. En este sentido, cabría apuntar que estamos ante una novela atmosférica, no sólo por esas tormentas tropicales y lluvias torrenciales que acompañan el devenir de los personajes en esos momentos del día donde parece que todo se desvanece, sino que esta sensación también se produce cuando el narrador aborda las abundantes y minuciosas descripciones del entorno que visita, y cuando describe las impresiones que le sugieren cada uno de los personajes, a las que en muchas ocasiones el autor remata con una frase certera, por lo profundo de su mensaje; y brillante, por los magníficos juegos de imágenes que consigue con sus metáforas.
En definitiva, Lenta luz de La Habana nos narra la forma de vida de unos personajes que, entorno a una nueva forma de asociacionismo a la que ellos denominan como “la cooperativa”, nos muestra su lucha diaria por buscar y encontrar nuevas vías de llevar a cabo la revolución en la que un día creyeron de una forma digna, quizá, porque no les queda más remedio si quieren seguir soportando el peso de la dignidad del desencanto.
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