La realidad está arrollando a la ficción. Aún quedan excepciones, pero la tendencia parece invencible. El debut narrativo del periodista Javier Mendoza se apunta al signo de los tiempos y, lo más importante, triunfa en el empeño. Ha escogido con acierto la narración de los años que compartió con el mítico Michi Panero –hermano del genial y repetitivo Leopoldo y de Juan Luis, infatigable mitómano, hijos todos del poeta franquista Leopoldo Panero-. El éxito responde tanto a la fluidez y a la salingeriana mezcla de ternura, humor y patetismo como, por encima de todo, a la distancia desde la que narra el autor. Han pasado tantos años desde que, en verano de 1988, Michi Panero entró en la vida de Javier Mendoza que los recuerdos son filtrados por la sabiduría que separa a un preadolescente de 13 años de un hombre de 42 años. Michi asalta la vida de Mendoza cuando inicia una relación con su madre, otra simpática dipsómana. Sisita, que así le gustaba ser llamada, era nada menos que azafata de Iberia. En aquellos tiempos, tan distintos a estos dominados por el low cost, las azafatas de la compañía de bandera española eran jóvenes privilegiadas y glamourosas, que disfrutaban de imposibles viajes alrededor del mundo. Javier abandonaba la niñez y comenzaba a entender el mundo. Michi, el primer adulto que le toma en serio o que aparenta hacerlo, le guía entre la zozobra lógica de su edad con consejos que oscilan entre la clarividencia y el delirio. El lector se identifica fácilmente con Mendoza y aguarda con expectación cada una de sus visitas al domicilio familiar de los Panero. El sentido del humor de Michi es descacharrante. La primera vez que Javier, su madre y su nueva pareja se reunieron fueron al cine. Vieron Robocot, aquella siniestra fantasía totalitaria de Paul Verhoeven, al cine. A la salida Michi dijo “Sisita, gracias por llevarme a ver esta película porque es la historia de mi vida”. La peripecia del perrito que ocupa la portada, un cocker llamado Bala, se la dejo al lector porque pocas veces este reseñista se ha reído más frente a un libro. Escuchamos cómo Michi dicta por teléfono, incluyendo signos de puntuación, los artículos que escribía en el difunto diario El Independiente. Lo hace con una brillantez estilística, una erudición y una ocasional profundidad, erosionada por su amor a la provocación, que causa que el lector se pregunte por qué no escribió ni un solo libro.
El lector se identifica fácilmente con Mendoza y aguarda con expectación cada una de sus visitas al domicilio familiar de los Panero.
La respuesta se encuentra dando la vuelta al volumen objeto de esta reseña. Ahí se encuentra Funerales vikingos, que incluye una selección de la carpeta que Michi regaló a Javier cuando había tomado ya el camino de la muerte. Son cuentos, más bien bocetos, muy influidos por Leopoldo María, sobre todo por el de los primeros libros, escritos antes de que descubriera a Satán y se convirtiera en un imitador de sí mismo aliviado por ocasionales deslumbramientos. Hallamos la misma ironía pop, teñida de romanticismo y surrealismo que ha convertido a Así se fundó Carnaby Street en un libro inmortal. Falla en el desarrollo de personajes y en la construcción de tramas plausibles, tal vez por falta de capacidad para crear estructuras, tal vez por falta de trabajo. No lo sabremos nunca. Michi debería haber sido, como sus hermanos y su padre, poeta pero tal vez el miedo a no estar a la altura de los dos Leopoldos amputó su trayectoria.
La trama de El desconcierto -ingenioso título que alude a la mítica El desencanto, aquel lúgubre documental donde los entonces jóvenes hermanos Panero y Felicidad Blanc (qué terrible aquella escena donde cuenta con pasmante frialdad cómo ahogó a una camada de gatitos) destripan su intimidad ante la cámara de un Jaime Chávarri que nunca volvió a ser tan brillante- es conducida por dos caminos paralelos: el hundimiento de Michi y el crecimiento de Javier Mendoza, que le lleva a desmitificar y humanizar a quien durante las primeras páginas parece un ser de otro mundo, destinado a causar el mayor de los desconciertos. Descubre que, tras la necesidad de epatar a cualquiera que se cruce en su camino, Michi Panero esconde un único discurso, casi monólogo, demasiado benévolo consigo mismo. El alcohol es omnipresente, sea por su consumo desmesurado por parte de Michi, sea por la ausencia en Leopoldo, ya entregado al consumo compulsivo de Coca Cola que le acompañaría hasta la muerte. Las esperanzas de Michi de que su carrera remonte (más bien sus ingresos, porque no trabajó, en el sentido convencional de la palabra, en toda su vida) gracias al estreno de la segunda parte de El desencanto, donde los hermanos Panero muestran su decrepitud bajo la dirección de Ricardo Franco, se frustran por el escaso éxito comercial de la película. A partir de ahí las grietas causadas por el alcoholismo empiezan a romperle en pedazos. Tal vez sabiendo que iniciaba un camino sin retorno, entregó a Javier Mendoza la carpeta que contenía su escasa obra literaria. Tras un largo paréntesis, Michi se despide en 2004 de Javier. Sabía que su muerte, aunque solo tuviera 52 años, era inevitable. El diálogo, carente de acotaciones, que muestra la despedida es tan simple como emocionante. Javier Mendoza también visita a Leopoldo en el mítico manicomio de Mondragón. El retrato que ofrece es el habitual: mezcla un discurso compulsivo lleno de referencias metaliterarias que revelan una cultura tan inmensa como desordenada, con un afán de provocación llevado tan al extremo que casi nadie le toma en serio y, esto es lo sorprendente, un cuidado exhaustivo de su cuenta corriente. Como ocurre en El desencanto, Leopoldo María aparece al final de la novela, pero su presencia se percibe en las primeras páginas, sea en las menciones al celebérrimo documental de Jaime Chávarri, sea en el lúgubre y supuestamente poético ambiente del piso familiar. Mendoza logra que aguardemos con expectación su entrada y lo hace con una dosificación de los datos insólita en un principiante.
Nunca había tenido claro si la impostura de los hermanos Panero me atraía o me repelía. Este libro ha clarificado el dilema. Tal vez en su más tierna juventud fueron unos exhibicionistas pero, pronto, como el Bela Lugosi que dormía en los ataúdes, se convirtieron en sus personajes. Como afirmaba Leopoldo María: “Quien juega a ser fantasma acaba siéndolo”.
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El desconcierto / Funerales vikingos. Javier Mendoza y Michi Panero. Bartleby Editores. Madrid, 2017.
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