Una condena tan pesada como esa no admite más comparación que la de las plúmbeas cadenas del ancla que pertenece a un pecio perdido en las profundidades abisales del océano sin más posibilidad que la de yacer a merced de los peces y los corales que pronto le colonizarán. La situación es tan inaudita e insoportable que las propias cadenas no son capaces de entender que, la culpa y el dolor, requieren de su propio alimento. Un alimento que siempre viene unido al pasado y a los recuerdos. Un pasado y unos recuerdos que no nos ofrecen la posibilidad del perdón ni tampoco la de la esperanza, pues todo es como un inmenso iceberg que no podemos esquivar por más que lo evitemos a través de los sólidos estados del silencio. Ese silencio que poco a poco se apodera de nuestra vida y no nos deja un resquicio de luz por el que se pueda colar un rayo de vida. Es entonces cuando lo vemos todo de un mismo color: el de la muerte. El dolor es egoísta como lo son el amor, el desamor o la venganza, porque nada queda fuera de sus dominios. Kenneth Lonergan lo sabe muy bien, pues no en vano es el mejor de los espías de las situaciones límites del alma humana. Tanto es así que, en ese universo fílmico que progresa a lo largo de la derrota, no le cuesta presentarnos a sus protagonistas igual de perdidos y desesperados que si tuvieran delante de sus pechos a una manada de lobos hambrientos. Unas alimañas que les impiden llegar a su única salvación: la reconstrucción del pasado. Es entonces cuando comprendemos que la travesía del dolor es fría como una noche de invierno en mitad de un bosque en el que caminamos a la deriva. Y es en esa situación límite cuando nos damos cuenta de que nos conformaríamos con poder dibujar una vez más la frágil línea del horizonte, para de ese modo, buscar un auxilio que nos saque de nuestra pesadilla, pero esta vez, enseguida somos conscientes de que no nos encontramos perdidos en uno de nuestros sueños. Sin embargo, para intentar salvarnos aún pensamos que todo sería más fácil si encontráramos una metáfora que aliviara el peso de nuestros remordimientos, pero la estolidez de nuestros argumentos nos hacen sentir que no hay un verso con la suficiente capacidad de redención para sacarnos de nuestro infierno, porque si de verdad supiéramos descifrar los enigmas que se esconden tras la línea del horizonte con el más impetuoso de los versos no sufriríamos, y siempre navegaríamos en un mar de aguas tranquilas y purificadoras.
Manchester frente al mar es una alegoría sobre el dolor y el valor que en sí mismo tiene el poder de nuestras propias decisiones. En este sentido, el destino se convierte en el más feroz de los asesinos, y ni tan siquiera la banda sonora de Lesley Barber, en su épica concepción, se muestra capaz de devolvernos a la superficie. Viendo esta película —fotograma a fotograma—, nos parece que no es posible volver a caer en una nueva capa que nos lleve directamente a la sima del desgarro, pero no es así, porque en esos sólidos estados del silencio que Kenneth Lonergan crea para todos nosotros —y a los que un majestuoso Cassey Affleck pone rostro—, nos lleva inmersos por un estado de hipnótica locura que nos mantiene pegados a la silla por el mero hecho de que nos sintamos cómplices de una historia muy bien contada, en la que su gran acierto está en esos viajes al pasado que nos muestran el verdadero y último sentido de aquello que se nos narra, y lo hace dentro de una estructura narrativa contenida como contenido es el tratamiento que se le da al dolor. Un dolor en el que también caben pequeñas dosis de humor como mejor representación de los diferentes estados anímicos que experimenta el ser humano ante la muerte. En este sentido, si Lee, el personaje interpretado por Cassey Affleck representa la cadena perpetua del dolor, su sobrino Patrick —al que da vida Lucas Hedge—, es la viva imagen de la necesidad de seguir viviendo a través del amor, aunque éste sea un mero experimento en manos de un adolescente de dieciséis años, porque Manchester frente al mar también representa la posibilidad de regresar a la vida a través de la mirada de aquellos que todavía no cargan con su propia culpa. Ese regate a la desgracia alcanza tintes épicos cuando Randi —la exmujer de Lee—, muy bien interpretada por Michelle Williams, le pide perdón y le confiesa su amor, en una escena de esas que hacen grande al cine por lo auténticas que nos resultan. Un momento que no es único en cuanto a su rasgo de veracidad, pues la película cuenta con secuencias memorables como la del hospital casi al inicio de la misma.
Manchester frente al mar es el relato del día a día de unas personas anónimas que no atesoran más dilemas que los de intentar seguir viviendo en las turbias aguas del dolor, y de ese modo, acercarnos a la esencia que todo ser humano lleva tatuada en su ADN, por más que en muchas ocasiones la evitemos. De ahí que no sea extraño que, ante el dolor, reaccionemos bajo los sólidos estados del silencio.