Ahora, volviendo –afortunadamente- sobre las bases intencionales de su libro anterior, nos desvela otras armonías –y no tanto- de la vida y anecdotario nada menos que de Hayden, Dvvorák, Fauré, Tchaikovsky o el monumental y largamente melancólico (por no decir tristón) Schubert. Y el tema desde luego no defrauda.
No obtendrá, desde luego, el lector de este libro una baja calificación de la música ni se verá afectado su sentido musical, antes al contrario, podría decirse que la música, el sentido de lo musical como percepción, saldrá reforzado por cuanto el autor no solo habla desde el cariño y aprecio al arte que cultiva, sino, por añadidura, también lo hace hacia los músicos sobre los que ironiza –con una prosa limpia y ágil, con muy elaborado ritmo narrativo- y a los que no cabe duda que ama y respeta.
¿Demostrar este argumento con un ejemplo? Muy sencillo: “Podría decirse que en el colegio Tchaikovsky ni era de los más brillantes ni tampoco un inútil (ni chicha ni limoná) Lo mismo podría decirse de su carrera en el Ministerio de Justicia (…) solía estar en las nubes con bastante frecuencia” Un día, en una amena charla de pasillo, fue trozeando, distraído, el informe que debía entregar. No solo eso: terminó por tragárselo. Enterito.
Y, un más adelante, continúa Isserlis: “Es difícil encontrar parecido entre el músico de 1890 y el retratado en sus fotografías de juventud, pues hay un cambio radical en su aspecto, pero es normal: eran dos personas realmente diferentes. Los dos únicos hilos conductores que parecen haber estado presentes durante toda su vida fueron su profunda sensibilidad y su pasión por las artes: literatura, teatro, baile y música” Lo de la sensibilidad debió llegar a tal grado que en cierta ocasión, estando el músico prendado de su madre adoptiva, la Bollo, sobre todo de ‘sus manos casi perfectas’ llegaría al extremo de ‘desenamorarse de alguien de quien estaba locamente prendado por el mero hecho de verle un dedo con una herida”.
Cosas de los genios, pensará el buen lector, las mismas que le llevarían a engendrar algunas de las partituras más exquisitas de la música universal, como la famosa sinfonía nº 6, conocida como Patética, y que permanecerá en nuestra memoria por siempre (si puedes, lector, elige la versión -¿canónica, a sabiendas de que rechazaba las grabaciones?- de Celibidache) En directo, un auténtico privilegio sonoro.
Esto último es una licencia del crítico que les narra, pero la transgresión considero que vale la pena. Justicia poética, llamémosle, hermanamiento lector.
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