Más que nadie, Keats es el poeta del que todos han oído hablar o al que han estudiado en los manuales de enseñanza secundaria, dando por sentada su “genialidad”, sabiendo que es “uno de los grandes”. Pero apenas se deja ver su presencia entre nosotros, no ya con una traducción exigente, sino con su influencia en el quehacer de los poetas patrios. Los pocos escritores españoles que se han acercado a la poesía de habla inglesa han pasado por encima de él sin darse cuenta de su verdadera entidad, centrando su mirada en el romanticismo más esplendoroso de un Blake o en el más sosegado de un Wordsworth, de la mano de un Coleridge más versátil. Sólo el “Adonais” de Shelley, traducido en varias épocas, nos ha recordado a Keats, si bien piadosamente. Pero es que la mayor influencia del romanticismo en España, descartando la primera conexión de Espronceda con Byron, ha venido siempre desde Alemania, sobre todo con la obra de Heine y luego Novalis, Hölderlin y los grandes pensadores de la época.»
Sin duda, Alejandro Valero está en lo cierto, pero aparte de su contextualización en la cultura española, más adelante, en el apartado titulado: Las alas de la Poesía, nos hace hincapié en el verdadero valor de su obra que, como podremos apreciar, se sitúa mucho más allá del romanticismo; un movimiento que en sus últimas odas se le quedó pequeño. Y así nos lo describe Valero: «Realmente John Keats es un creador singular en su generación. El romanticismo, como etiqueta literaria, no se ajusta a su envergadura de poeta, pues se le ha considerado como un realista, por distintos motivos: porque no casa con una concepción intelectual del hecho poético y porque se “entretiene” demasiado con los objetos y paisajes de la realidad. Hasta qué punto esto es verdad quizá sea lo que centró gran parte de las energías del poeta, de sus contradicciones, de sus intentos por ensamblar dos estados de ánimo diferentes. Lo que comenzó como una atracción hacia la naturaleza y sus hermosas apariencias fue poco a poco convirtiéndose en un intento de aunar sensación y pensamiento, experiencia y éxtasis en un complejo proceso poético sobre el que el poeta medita constantemente en sus poemas, siendo así uno de los primeros poetas modernos que hace de su poética el centro de su obra, lo que en él va unido a su experiencia vital y cultural.»
Y como ejemplo de lo expuesto, queda aquí un soneto titulado, El poeta, que deja entrever muy bien el análisis que Alejandro Valero ha hecho de su obra.
EL POETA
«Durante la mañana, la tarde o por la noche
el poeta penetra en el aire encantado
llevando un talismán que llame a los espíritus
de plantas, cuevas, rocas y fuentes. A su vista
la vaina de las cosas se abre hasta su seno,
y todas las esencias secretas que hay allí
muestran los elementos de bondad y belleza,
haciéndola ver donde la Razón está a oscuras.
A veces, con las alas asombrosas, su espíritu
vuela sobre las cosas compactas y palpables
de esta esfera diurna, y con sus destinados
cielos realiza uniones prematuras y místicas,
hasta que esos contactos sobrehumanos emiten
una aureola visible en su mortal cabeza.»
Nota de Alejandro Valero: Soneto que algunos críticos atribuyen a Keats.
Uno, por su parte, cada vez que va a Roma, mira ese cielo azul que desprende una luz tan especial, pues está teñida con la generosidad de los dioses; dioses perdidos que, sin embargo, abandonaron al poeta británico a su llegada a la ciudad eterna, pues apenas pudo disfrutar de él los primeros quince días de su corta estancia romana, pues ese fue el corto período de tiempo en el que pudo salir de la Casina Rossa, situada en el número 26 de la céntrica Piazza di Spagna, para disfrutar de la belleza que, como una musa inalcanzable, se le mostraba ante sus ojos. Una belleza que se erigió como una daga asesina, pues fue un símbolo que aunó y enfrentó a la vez desdicha y belleza, insignes compañeras de este último viaje del poeta de la melancolía inalcanzable, al que no cabe sino dar gracias por mostrarnos el camino de la verdad y la belleza. «Algo bello es un goce eterno» nos dejó dicho en el primer verso de su poema épico Endymion. Y ese dar gracias es lo que uno hace cuando cada año visita el cementerio de Caio Cestio de la capital italiana, escondido tras el murmullo de los vehículos sobre los adoquines de las calles que lo circundan, y la sombra que proyectan los árboles y la pirámide que hacen de testigos infinitos del devenir de los hombres. Y entre esas luces y esas sombras que, recogen más si cabe ese estético espectáculo de la vida después de la muerte, una leve brisa siempre me acompaña hasta su tumba, donde una vez más, leo su famoso epitafio: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua», y mientras poso mi mano sobre él, siento que de alguna forma sigue vivo entre todos nosotros.
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