La fragilidad del éxito, la felicidad o la eterna juventud son el abono con el que los protagonistas de estos relatos siembran sus recuerdos. Recuerdos de otra vida, de otra meta e incluso de otra forma de ser que se quedaron en el camino. Esa cara oculta de la felicidad, en el caso del universo literario de James Salter, nos lleva hasta la traición, la expiación de la culpa y el miedo a cambiar de vida. Como quedó dicho en alguna de las entrevistas que le hicieron, su forma de escribir se asemeja a la de un avión que sobrevuela nuestras vidas. Con frases cortas, cambios de orientación en la historia —que lo acercan al mundo del cine—, y sobre todo, con su magistral manejo de la elipsis, Salter es capaz de crear en pocas páginas toda una vida, o extraer de ella lo que en verdad es importante. Esa presencia de atajos a la hora de afrontar un relato corto, le convierten en un narrador incisivo, cortante y cruel que, sin embargo, el lector agradece pues le sitúa en esa cara menos amable de la existencia humana, ésa que le obliga a replantearse una y otra vez sus puntos de vista y las circunstancias que los rodean. A Salter, al contrario que a Carver, no le hace falta la mano de su editor para dotar a sus relatos de ese fino y cortante filo de una navaja convertida en letras para diseccionar vidas y deseos, sobre todo, deseos, pues en las manos del escritor norteamericano, los deseos son punzones que se te clavan entre las costillas en busca del corazón.
Las historias de La última noche, se circunscriben en la mayoría de los casos al mundo de la pareja, ya sea ésta presente o pasada, de primeras o segundas nupcias, o el intento de una relación marital que al final quedó en nada o más bien sumergida en la inercia de la indecisión. Por ejemplo, en el relato titulado Los ojos de las estrellas, a través de dos historias paralelas, Salter nos plantea el recuerdo del primer amor a través de dos mujeres que evocan y necesitan del pasado para seguir adelante. O en Contigo, mi señor, de nuevo el retrato de una mujer le sirve al narrador para demostrarnos el perfecto manejo que posee del tiempo, jugando con el estilo narrativo que está presente en el montaje de una película. Aquí, como en tantos otros de sus relatos, la traición es casi obsesiva, y así, a través del perro, asistimos a la relación que la protagonista ha tenido con uno de sus vecinos —que es poeta— de la urbanización donde vive. Esa trasposición de imágenes, objetos o silencios, dotan a las narraciones de Salter de una fuerza arrolladora a la hora de retratar la desolación humana, incluso cuando ésta es víctima de sus propios actos. En este sentido, la secuencia acción-error se convierte en un leitmotiv protagonista de muchas de sus historias, quizá, porque el mundo de la literatura se nutre sin miedo de la derrota hasta trasponerla en una especie de heroína que se desangra hasta la muerte. Una muerte que es la estrella del relato Cuánta diversión, en el que tres amigas quedan a cenar, y el verdadero trasfondo de lo que ocurre a la protagonista no se hace presente sino al final de la historia, para de ese modo, sobrecoger aún más al lector. Una fórmula de cierre que se repite en más relatos, donde en un entorno, en principio feliz, surge el abismo. Un abismo que resulta magistral y único en el cuento que cierra esta recopilación y que le da título: La última noche, en el que con una economía narrativa digna de resaltar, Salter es capaz de atraparnos y llevarnos hasta el límite más peligroso del acantilado. Un alto riesgo con el que, sin embargo, el autor no se conforma, pues nos obliga a suspendernos en el abismo mientras él nos sujeta con un brazo, y a la vez que un viento huracanado nos zarandea y nos obliga a sentir que ha llegado nuestro final. Este relato, es un claro ejemplo de lo que debe ser y de cómo se debe armar un relato corto, de ahí que esté considerado como una pieza maestra del género, pues posee todas y cada una de las características que lo hacen sobresalir del resto. Sencillamente, La última noche tan eléctrico como genial y despiadado.
En definitiva, los relatos de James Salter son como pequeñas películas que, en cada punto y aparte, fijan su atención en otro personaje o en otra historia complementaria de la que sólo sabremos su trascendencia al final, pues en apariencia no le afecta al protagonista. En este sentido, las historias fluyen y se complementan hasta que se funden o difuminan en ese revelador atardecer que nos muestra aquello que nunca llegamos a ser.
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