Durante años soñé con cruzar ese umbral. Era la felicidad fresca de un niño, que aún compone el mundo a su imagen y semejanza. Y así perduró a pesar de los años, a pesar de los golpes amplificados de la adolescencia, a pesar de mi propia exploración de la vida. Se desmitificaban las cosas alrededor de mí, pero la magia de los libros continuó imperturbable. Y así escribí La Mujer del Reloj.
Ahora mismo, un año después de su publicación, con un éxito totalmente inesperado a pesar de los sueños, que nunca escatiman en cumbres, todo parece bello y fluido, pero durante muchos meses no lo fue. No recuerdo con exactitud los momentos de mayor dureza y me alegro de que mi mente sepa olvidarlos, pero se que existieron y que me hubieran tumbado al primer asalto de no ser porque creía en lo que hacía. Uno puede disfrutar con lo que hace, pero el disfrute va y viene cuando la tarea se convierte en rutina. Una noche podría haber dicho, estoy cansado, no voy a trabajar. ¿Qué me hubiera impedido no hacerlo el día siguiente? Tal vez sea un iluso, un joven que vive en sus propios sueños. Son características que suelen conducir a golpetazos, pero de no ser por ellas la posibilidad de escribir esta historia jamás habría existido.
Dos años de escritura. Al principio los llevé en la intimidad, mientras realizaba el proyecto fin de carrera. Era como un diario, y pocos sabían lo que estaba haciendo. El primer borrador tenía casi mil páginas. Después de la primera corrección sobrevivieron, más o menos, 650, las que son ahora. Por el camino se han quedado muchas páginas. Porque una novela, no ya para que guste, para que atrape o conmueva, sino para que simplemente, no chirríe a ojos del lector, para que suene melódica, para que los personajes parezcan coherentes y la trama verosímil, requiere un gran trabajo de pulido. Seguramente haya escrito más de mil quinientas páginas, todas ellas para que esa maquinaria invisible de la novela funcione correctamente. Detrás de una página hay otra, más engorrosa y llena de tachones, que la sostiene y la hace bella y visible para el ojo atento del lector.
Cuando concluí comencé con el consabido bombardeo a las agencias y editoriales. Jamás había imaginado que la verdadera odisea comenzaba ahí. A pesar de no saberlo, me atreveré a afirmar que un año no es lo mismo a los veinte que a los cincuenta. Einstein mencionó, en su teoría de la relatividad, que el tiempo pasa más lento para alguien que viaja a la velocidad de la luz. Se le olvidó apuntar algo más; cuando envías a docenas de editoriales y cada domingo al acostarte sientes un leve cosquillo de nerviosismo, diciéndote, ésta vez sí, ésta es la semana en la que recibo una respuesta, entonces ahí también se detiene el tiempo.
No tenía padrinos, mi manuscrito era uno más entre los cincuenta que recibe una editorial cada semana. A esos hay que añadir los que vienen representados por agencias, y los que pertenecen a escritores consagrados. Nunca quise pensar demasiado en las estadísticas, en las probabilidades reales de conseguir que me publicaran, y menos en una editorial grande.
Lucía Luengo, mi editora, me llamó durante unas vacaciones con mi familia. El trabajo de dos años, los sueños de una vida, concentrados en una sola llamada. Creo que ella fue consciente de lo que supusieron esos diez minutos. Es una suerte participar en algo así. A partir de aquel día, me sumergí, lentamente, en el otro mundo de los libros. Ese mismo que rodeaba a los escritores en las fotografías de las contraportadas, ese mismo que comía con los ojos y dibujaba con la imaginación. El mundo paralelo, el rostro oculto de la literatura. Las correcciones, el trabajo de edición, la cubierta, el continuo bombardeo de novedades, de reseñas positivas, de esperanzas crecientes, las ediciones que caían, las entrevistas, las presentaciones, los viajes promocionales, Saint Jordi, la Feria de Madrid. Todo sucedía demasiado rápido, mis brazos eran demasiado pequeños para acoger tanta vorágine. Era un niño con demasiados regalos por Navidad que hubiera deseado dosificarlos. He conocido mucha gente, autores, periodistas, editores, correctores, he escuchado mucho, más que hablar incluso, y eso que me llamaban para eso, para hablar de mi novela. Ha sido un año de exploración silenciosa, de descubrimiento personal, donde he ido componiendo mi propio puzzle, consciente de que las lagunas aún superan a las piezas. A veces me debato entre saber y no saber. Entre quedarme en mi propia burbuja creativa, en mi pequeño refugio de Vitoria, viviendo como el niño que soñaba con ser escritor. O entre indagar en el transcurso de mi novela lejos de casa, en el trato que recibe, en las manos que la manejan, en los entresijos de sol y sombras que tejen el mundo editorial.
Ahora estoy centrado en la literatura, aprovechando esta oportunidad que se me ha brindado. Me gusta escribir, leer, ir al cine, salir a correr por el monte, dedicar mi tiempo a los seres queridos. Son cosas sencillas. Sólo es eso, correr. Un equilibrio a lo que me pasa cuando escribo. En La mujer del reloj todo es mucho más complejo: personajes, tramas, historias que se enredan y se unen, cabos sueltos que se atan. Una tormenta. El brainstorming. Intento no desviarme de mi pequeño mundo, de ese equilibrio, a la larga es lo que de verdad tiene importancia.
Los sueños se trastocan cuando son cruzados. No desaparecen. Simplemente dejan de ser imaginación. Simplemente, cambian.
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