En efecto, Aramburu sostiene que: “en el País Vasco no sólo se fraguó y alimentó el terrorismo de Eta, sino que este obtuvo un apoyo continuado en las instituciones y las calles, así como en el mundillo cultural (…) Pienso que la metáfora del fango ilustra un formidable fracaso colectivo de la sociedad vasca (…) el referido fracaso se prolonga en el silencio interesado, en la cínica pasada de página que postulan algunos hoy día con el cálculo político de minimizar lo ocurrido, denominando paz a una situación netamente desfavorable para aquellos que persisten en su condición de víctimas del terrorismo y no han recibido, por tanto, ni reparación ni justicia” (p. 19).
Esta idea es uno de los principales argumentos sobre los que vertebra su obra Maite Pagaza: “en Euskadi somos una potencia mundial en materia de escapismo y evasión de las responsabilidades sociales y políticas por haber ayudado activa o pasivamente a perseguir a los vecinos que impedían la estrategia política del mundo de Eta (…) Nada por aquí, nada por allá. Nunca incomodaron a los asesinos, pero ahora piden la aplicación más flexible de las posibles sintiéndose los máximos campeones de los derechos humanos” (p. 256).
Maite Pagazaurtundúa simboliza la rebelión cívica ante la intolerancia (traducida en asesinatos, amenazas, extorsiones, secuestros…) de Eta, cuya estrategia resultó avalada por amplios sectores de la clase política y de la sociedad vasca. La indiferencia de ésta última dejó en el desamparo y sumió en la soledad a las víctimas de la banda terrorista, a las que asimismo se estigmatizó con epítetos despectivos como “facha”.
Como puede deducirse, el País Vasco vivió un clima de absoluta falta de libertad. De hecho, incluso en los momentos en que Eta declaró treguas, ello no supuso ni el fin de sus amenazas ni de su acoso permanente al pluralismo político (p.69), pese a la euforia con que algunos sectores del socialismo vasco las celebraron. Asimismo, hubo también otras breves etapas de falsa “paz”, como la derivada del Pacto de Lizarra, el cual implicó una auténtica exclusión de la vida política e institucional vasca de aquellos sectores no nacionalistas.
Con todo ello, una herencia de este calibre de alguna manera tiende a proyectarse en la actualidad y la autora lo advierte: el modelo del fin del terrorismo que busca el nacionalismo vasco es el que no incomode a las conciencias. En palabras de Maite Pagaza: “para el nacionalismo sociológico, el final soñado, el utópico, sería llegar a un momento en el que no sólo desapareciese Eta, sino que se pudiese llegar a creer que no ha existido nunca (…) El nacionalismo desea eliminar de su subconsciente a Eta para no tener que preguntarse dónde estaba él mientras la gente moría a su lado” (págs. 123-124).
En definitiva, una obra que supone un excelente repaso a la historia reciente del País Vasco. La autora ordena cronológicamente los artículos que escribió, a partir de 2003, para Basta Ya y para Vocento, lo que facilita la lectura y permite extraer conclusiones. Una de las principales, que ni Eta ni quienes la representan en las instituciones han alterado un ápice su meta: “¿alguien piensa que Otegui y los suyos van a renunciar a lo que denominan “conflicto de soberanía”?” (p.62).
La respuesta la ofrece el mismo Otegui a través de la manipulación del lenguaje, lo cual le sirve para definir como víctimas a los victimarios: “siento un enorme respeto por cuanto que su propia existencia y sacrificio, y su aportación, adquieren todavía mayor valor en una coyuntura histórica en la que los valores que predominan son el individualismo y la insolidaridad (…) Es una coyuntura en la que centenares de hombres y mujeres han sacrificado y siguen sacrificando literalmente su vida, no sólo para alcanzar una solución justa al conflicto, sino para construir una sociedad justa para todos” (págs. 184-185).
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