Se trata de decir aquí, una vez más, que leer es leerse; tal quiere todo lector, y la poesía, la buena poesía, siempre estará ahí para prestarnos su hombro, su compañía grata, pues siempre, instintivamente, esperamos de ella su gracia en el decir; su grato escuchar también, toda vez que una de las virtudes que ha de perfeccionar la condición de lector es la de interlocutor.
La Antología que ahora nos presenta Cátedra –editorial siempre preocupado por este género noble y difícil dentro de la literatura- hace el número doce de las ediciones habidas del libro. El responsable de la selección e introducción es el mismo, quien, eso sí, queriendo hacer justicia al paso del tiempo, quiere dejar constancia que la presente es una edición ‘corregida y aumentada’.
Aumentada desde luego por las novedades, pues no en vano todo nacido, en un momento u otro, querrá expresar sus cuitas o alegrías en verso -y, en potencia, podría ser elegido; tal vez en este instante haya nacido, en algún lugar, un nuevo digno poeta-, pero también corregida, ya sea porque ese animal tan escurridizo, la errata, haya querido hacer de las suyas, ya porque una interpretación de una palabra en un texto antiguo haya de verse a la luz de una nueva interpretación.
Antología supone elección, subjetividad; nos lleva, como no podría ser de otro modo, a una lectura comparativa en sí, y, haciendo un hueco a esta condición y otro al peso (y el poso) del transcurso del tiempo, quiero proponer en este caso una especie de juego al lector. Para ello me parece oportuno tomar (en la mano, en la imaginación) la alusión al amor, una palabra que no es exclusiva del poema pero que se le ha atribuido a éste a saber por qué. Por esa razón injustificada es –o se considera- la palabra clave de la poesía y el juego que yo propongo –juego sentidamente intencionado- es cómo ha evolucionado el valor, el significado de tal sentir, tanto en el decir del poeta (valiéndome para ello en la condición de antología y de cuanto recoge este libro) como de la percepción que el lector actual siente y entiende a la hora de implicarse en la lectura.
Advirtamos la diferencia: en una Jarcha, allá por el siglo XII, alguien ha podido leer: “Madre, ¡qué amigo!/ Su guedejuela es rubia/ el cuello blanco, /y la boquita coloradita!” De otra parte, allá por el siglo XX (1994) otra poeta escribe: “Vengo del aire manso/ He visto la hora blanca/ en que todo se agita (…) Torre soy/ nadie ciegue mis labios” El lector elija; cada lector elija.
Claro que, tal como podría ocurrir, tal vez no hablen una y otra de la misma forma de amor; quepa que así sea. El amor, no obstante, comparativo o no, recorre, desde luego todo este libro fecundo, abierto a la imaginación; amante de la palabra siempre.
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