Andrés Almagro González, nacido en Madrid en 1977, se doctoró en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis que analizaba la publicidad bajo el prisma de la psicología social. Tras un período como investigador en dicha universidad, actualmente reside en Lyon (Francia), donde trabaja como traductor y corrector al tiempo que escribe narrativa.
Los paraísos olvidados nos pone en contacto con un nuevo género de exilio dolorosamente contemporáneo, por el que se ha visto afectado un buen número de nuestros compatriotas. Y de estos nuevos exiliados, por boca de un autor marcado en primera persona por la experiencia del peso que aún porta a las espaldas, habla. Andrés Almagro da voz a tantos otros que, muy especialmente en los últimos años, han sido expulsados de sus modestos paraísos y privados de sus merecidos sueños. Por eso la obra gana inmediatamente la simpatía del lector, porque se advierte la franqueza con la que ha sido escrita.
En efecto, el argumento central de Los paraísos olvidados resulta de enorme actualidad, y por ello se revela especialmente atractivo. Sin embargo su autor no lo escoge con la intención de ganarse fácilmente el favor del público. Aderezada, naturalmente, por una serie de peripecias rocambolescas que añaden emoción a la trama, se advierten algunos tintes autobiográficos, la huella de quien se ha atrevido revelar sin embarazo toda esa compleja gama de sensaciones y sentimientos que suele desencadenar el fenómeno de la emigración. Especialmente la emigración en un determinado estrato sociocultural y en una franja de edad muy concreta, entre la veintena y la treintena. Jóvenes muy preparados, con titulación académica y una sólida formación, que en su día tuvieron excelentes expectativas y cuyas esperanzas se vieron súbitamente truncadas. Personas a las que el sistema ha timado: a las que hizo promesas a cambio de esfuerzo y talento, para luego negarse a cumplir su parte del trato.
El autor incide, a lo largo de la obra, en el peso que tiene la ausencia de comunicación en el proceso de aislamiento y extrañamiento del extranjero. Su protagonista, súbitamente instalado en un país cuya lengua no domina en absoluto, se ve obligado a hacerse traducir incluso durante las conversaciones más banales mientras come con la familia de su pareja, con cuyo padre, de hecho, ha decidido hablar en inglés. Avergonzado por su escasa competencia lingüística, hace gala de un pudor recurrente que coarta el intercambio verbal con los nativos, algo que en efecto suele ser muy habitual. De hecho esta circunstancia, que en realidad vertebra toda la obra, me ha traído a la memoria una anécdota escuchada a más de un estudiante Erasmus. Cuentan estos becarios que, a la llegada a sus países de acogida, realizan las compras siempre en grandes supermercados aun a riesgo de no encontrar lo que buscan ―cuyo nombre muy probablemente ni siquiera conocen en la otra lengua―, y de tener que conformarse con otros productos no deseados. Todo para evitar la conversación con dependiente alguno, como exigiría entrar en cualquier establecimiento especializado. Fruterías, carnicerías, pescaderías y un largo etcétera de comercios quedan por tanto prohibidos para el extranjero recién llegado.
El problema se agrava en Los paraísos olvidados, porque el aislamiento de su protagonista se extenderá a su propia pareja. Sumido en el desconsuelo de no encontrar una salida laboral y no lograr reestructurar su vida, irá cayendo en una malsana apatía, en un deambular sin rumbo ni objetivo, en un divagar y perderse en la observación de las musarañas ―en su caso más bien de las arañas, pues la vida de una en concreto con la que comparte apartamento parece interesarle especialmente―, del polvo que flota en la siempre desordenada casa y de las telarañas que él, que a diferencia de su compañera no trabaja, tampoco limpia. Irá dándose por vencido, rindiéndose ante la evidencia de que no logrará salir del pozo. Y, paralelamente, irá restringiendo cada vez más su vida en común, e incluso sus conversaciones con la mujer a la que ama; sumiéndose en su mundo interior y en ese bloc de notas que siempre lleva encima, en el que apunta y dibuja todo aquello que no comparte con los demás. Hasta que ella decida abandonarle.
Y es que la comunicación, por su presencia o su ausencia, cobra un papel esencial en la novela. No podía ser de otra forma viniendo de alguien dedicado a la palabra como Andrés Almagro. También la difícil comunicación con aquellos a quienes queremos, como le sucede al protagonista con su padre, con quien nunca llega a hablar sobre los sentimientos que suscitaron en ambos la enfermedad y desaparición de su madre.
Por otro lado, la pérdida del propio idioma es el mayor indicador del desarraigo de un individuo. Esto es algo que ha experimentado, con dolor, cualquiera que haya vivido el tiempo suficiente fuera de su propio país y que el autor de Los paraísos olvidados ha sabido plasmar con sencillez y sinceridad, sin rastro de afectación:
Mi hermana me ha estado llamando al móvil. He intentado ignorarla, no solo porque no me apetezca hablar con ella, sino porque no me apetece hablar con nadie en mi idioma. Me he habituado tanto a hablar en inglés que ahora mi propia lengua me parece extranjera. Eso es lo que tiene el desarraigo, El primero de todos comienza por abandonar tu lugar de nacimiento, la habitación en la que creciste, la casa de tus padres. El segundo empieza cuando te alejas de tus amigos, de tu familia, de tus horarios, de tus costumbres. El tercero, cuando dejas de pensar en ellos todos los días, a cada hora que pasa, en todos los momentos de tu vida. Pero el último, el verdaderamente definitivo, es cuando te olvidas de tu idioma. Entonces ya puedes considerarte un tipo sin raíces y estar en cualquier parte sin hacerte preguntas de ningún tipo.
Asistimos al intento de nuestro protagonista por encontrar un trabajo, aunque sea uno no cualificado. El problema es que, como irónicamente declara: «[…] después de cinco años trabajando en la Universidad no creo que nadie me aceptase como mozo de carga». En efecto, la preparación académica, el modo en que impartimos esa preparación académica al menos en España, a menudo deja al alumno indefenso. No ofrecemos una verdadera educación integral que permita convertirnos en individuos sólidos, completos y felices. Ni antes de llegar a la Universidad ni en ella. Aunque por supuesto aún quedan docentes que hacen cuanto pueden dentro de un sistema hostil, echamos de menos el modelo de profesor encarnado por hombres o mujeres de pensamiento que, ante todo, enseña a reflexionar y a desarrollar un juicio crítico en lugar de impartir únicamente conceptos; que realmente prepara para la vida y cuyo perfil humano deja huella en sus alumnos. Figuras como, por ejemplo, la de Unamuno, a quien quizás Andrés Almagro haga un guiño cuando el protagonista de su novela recuerda a un profesor de su infancia que le enseñó a fabricar pajaritas de papel.
Como observamos, la Universidad le ha supuesto un lastre al personaje principal de la novela. Le ha convertido en un ser tan especializado que no le ha preparado para hacer nada más. Se presumía que, por una suerte de endogamia, había sido formado para ser absorbido por ese gran mecanismo del que él habría de convertirse en un pieza más; pero al defraudar las expectativas de su protector, director de departamento y director de su tesis doctoral, significativamente apodado el Padrino, que se apropia de sus artículos y le hace dar en su lugar las clases ―precisamente donde conoce a su pareja― sin anunciárselo siquiera con tiempo, que exige sumisión total por parte de sus siervos para alimentar su descomunal ego, es expulsado definitivamente fuera del sistema: pierde su contrato en la Universidad y se ve obligado a emigrar. Porque después de cinco años trabajando para ella, el protagonista concluye tristemente que la Universidad está hecha únicamente para oportunistas, aduladores y mercenarios.
Lo cierto es que el protagonista sufre una pérdida total de autoestima. Se siente inadecuado porque la sociedad se ha encargado de dejarle muy claro que no le necesita. De hecho sabe que también sus suegros le consideran una rémora. Tiene ganas de huir cada vez que se celebra una comida en su casa, donde se encuentra a todas luces incómodo, especialmente con el paternalismo que su suegro le dispensa. Él conoció a la hija de esa familia acomodada, que tiene incluso doméstica ―una doméstica que, debido a su familia cubana, sí habla español, y que es uno de los pocos personajes con los que, significativamente, nuestro protagonista establece un mínimo grado de intimidad―, siendo profesor contratado por la Universidad, mientras que ahora se ha convertido en un desempleado de larga duración en un país cuya lengua ni siquiera conoce. Los ingresos de la pareja proceden del trabajo de ella como teleoperadora, una ocupación que sus suegros no aprecian y por la cual él está convencido de que le culpan.
Una vez perdido el último salvavidas que le mantiene precariamente a flote ―su pareja―, nuestro protagonista iniciará el descenso hacia su propio infierno, a un universo lumpen con el que muy difícilmente hubiera podido imaginar que entraría en contacto, él, un universitario de clase media con una vida antaño ordenada. En su particular naufragio el auxilio llegará de manos de dos personajes marginales incapaces de ayudarse siquiera a sí mismos, que cual plomada atada al cuello facilitarán la definitiva bajada a los abismos.
Lo más triste es que esos seres inadaptados y excluidos se revelan más leales con el protagonista, más solidarios, que el sistema que le ha usado y repudiado después. En el fondo esos marginados, a pesar de las actividades ilegales a las que se dedican por necesidad, parecen más honestos y dignos de mayor confianza, menos inmorales, más inocentes a pesar de su potencial peligrosidad y aparente dureza, que la sociedad que les rechaza. En el fondo esos nuevos socios del protagonista son los únicos que, a su modo, intentan protegerle.
La novela de Andrés Almagro se muestra, igual que algún relato suyo que había tenido ocasión de leer previamente, profundamente sincera. Como el propio autor sugiere, un escritor debe haber vivido para tener algo realmente interesante que contar. Uno no puede escribir sobre aquello que no conoce o sobre lo que, al menos, no se ha documentado suficientemente. Muy revelador respecto a su modo de concebir nuestra disciplina es la reflexión de su protagonista sobre la pertinencia de intentar encontrar trabajo en el puerto como estibador, de reponedor de supermercado o en otros oficios manuales ―mientras, significativamente, se niega reiteradamente a que su suegro o un amigo de éste intente enchufarle como empleado en un banco, una profesión para la que dice no estar preparado―, recordando que Joseph Conrad fue marinero y estibador, y después esa vida le permitió convertirse en un buen escritor, tener algo que contar. Una reflexión que, inevitablemente, me hace evocar el relato Leña, de Raymond Carver, en el que un individuo que adivinamos escritor ―otra vez un trasunto del autor― a pesar de lo poco que escribe, debe buscar un nuevo comienzo y lo encuentra en el retiro en una habitación de alquiler rural, en una actividad tan física como cortar leña.
Afirma Andrés Almagro en un momento dado: «Tengo la convicción de que se puede escribir la biografía de una persona atendiendo al número de puentes que ha cruzado». Yo también lo creo. Y es evidente que él se ha atrevido a cruzar un buen número de aquellos reales y de esos otros metafóricos y literarios, los que, con mucha más frecuencia, suelen balancearse y amenazan con quebrarse precipitándonos al vacío. Me parece que los ha cruzado con valentía y honestidad, sabiendo que muy a menudo no existe vuelta atrás y que cada paso dado, para bien o para mal, tiene sus consecuencias. Que cada cosa que hacemos, o que no hacemos, marcará, a veces de una forma insospechada, nuestra existencia.
Los paraísos olvidados se revela una obra poderosamente actual en la que muchos podrán reconocer un reflejo de su propia experiencia vital. Con la que muchos podrán sentirse, incluso lejos del hogar, un poco menos solos.
En 2015, Los paraísos olvidados resultó ganadora del II Premio Internacional de Narrativa «Novela de Campus», convocado por la Red de Universidades Lectoras y la Universidad de Girona.
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