Como suele ocurrirme con las cosas que de verdad me gustan, esas que alumbran y conmueven y muchas veces consiguen que la vida no parezca un lugar tan ajeno, tan de paso o tan incierto; esas que el tiempo nunca llena de polvo y son un refugio a prueba de modas, éxitos, fracasos y otras aflicciones, vuelvo sobre mis tan queridos relatos de John Cheever que, en estos días de agosto, llenan el aire de un agradable aroma a humo de leña otoñal y pueblan mi imaginación de trenes y hombres con traje y sombrero, de habitantes de “aquella generación de fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con sus accesos de tos, que se ponían ciegos en las fiestas e interpretaban obsoletos pasos de baile, como el Cleveland chicken, que viajaban a Europa en barco, que sentían auténtica nostalgia del amor y la felicidad y cuyos dioses eran tan antiguos como los míos o los suyos, quienquiera que sea usted”.
Igual que un niño puede ver una y otra vez su película favorita, el mismo capítulo de esa serie de dibujos animados cuyos diálogos repite de memoria, o escuchar y cantar, en una sesión continua infernal, aquella canción cuya melodía consigue poner los pelos de punta al padre más avezado, yo regreso del mismo modo a mis libros, películas y discos más queridos. Lo cierto es que los relatos (Relatos 1 y Relatos 2, Emecé) de John Cheever poseen esa cualidad imperturbable al paso del tiempo y a la reincidencia que te permite disfrutar de ellos en sucesivas lecturas con la misma intensidad que la primera vez. Característica que comparten, por ejemplo, con las películas de Woody Allen, las suites de Bach, la poesía de Ángel González, las acrobacias pianísticas de Glenn Gould o Thelonius Monk o las canciones de George e Ira Gershwin en la voz de Ella Fitzgerald… por citar algunas de mis debilidades más saludables. En esta ocasión, he vuelto a los relatos de Cheever a través de El nadador, que cuenta cómo Neddy Merrill, un domingo de mediados de verano, se propone llegar hasta su casa, situada al otro lado del valle (la historia empieza con Merrill en el jardín de unos vecinos), atravesando a nado todas las piscinas que encuentre en su camino. Hace unos días volví a ver la película de Frank Perry basada en este relato (rodada en 1968 y con breve cameo de John Cheever incluido), donde un fantástico Burt Lancaster, en la piel de Neddy, consigue transmitir, con la dosis precisa de aspereza, el trasfondo moral de aquella clase media norteamericana de los años cincuenta que Cheever inmortalizó en su literatura. De una cosa regresé a la otra y aquí sigo, felizmente atrapado en la prosa otoñal de Cheever, en pleno verano.
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