He aquí, no obstante, que, por fortuna, la sospecha ha de disiparse hoy porque la autora Svetlana Aleksiévich, ganadora del último nobel concedido, es una escritora de una rara sensibilidad hasta el punto de saber otorgar a su relato una armonía de conciencia y del discurso que pocas veces nos es dado disfrutar como lectores: “Todavía hoy duermo con los brazos entrelazados en que fui feliz. ¡Yo era una enamorada de la vida! Soy armenia, pero nací y me crié en Bakú, junto al mar. ¡Aquel mar mío! Me marché de allí pero sigo amando su mar. Me decepcionaron las personas, me decepcionó todo, pero el mar lo amo, es lo único que amo de allí. Ese mar gris, negro, violáceo suele aparecer en mis sueños. ¡Y los rayos! Los rayos bailando sobre las olas”
El fragmento corresponde a su último libro publicado en España, “El fin del Homo sovieticus” (ed. Acantilado) donde la autora “da voz a cientos de damnificados: a los humillados y a los ofendidos”, ejemplos o resultado de lo creado por el laboratorio del marxismo-leninismo: un tipo de hombre, ese Homo Sovieticus (en genérico, pues la mujer ha jugado en ello un papel decisivo) condenado a desaparecer con la implosión de la URSS” Pero hay quien preserva las raíces emocionales, cual es el caso de la mujer cuyas palabras hemos reproducido aquí
Ya había dado muestras la autora de su calidad literaria, su cuidado lenguaje persuasivo y su sentido de la riqueza de los sentidos cuando se ocupó, cual es casi su tarea aceptada, de la historia de los damninficados por razón de cualquier injusticia: esos héroes anónimos, esos humillados y ofendidos pero que al final, y gracias a ella, algunos alcanzan a tener voz en relatos conmovedores que la conciencia no puede eludir: por el rigor de lo narrado, por la belleza ética y estética que suele emanar de la vida de esos aparentemente vencidos, si bien sólo en lo material.
Han sido varios (¿tal vez complementarios?) los temas tratados en sus libros: la historia de las mujeres que combatieron en el Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial (ed. Debate), historia que nunca había sido contada hasta ahora, donde, de alguna manera, el relato embellece la tragedia por su dignidad o su poética emoción. Dice una de ellas: “Tenía planes para ir con mi hija al parque. A montar en el tiovivo. ¿Cómo le explico a una criatura de seis años lo que estoy haciendo? Hace poco me preguntó, ¿qué es una guerra? ¿Cómo responderle? (…) ¿Cómo responder por qué unas personas matan a otras?
En otra de sus obras, ‘Los muchachos de zinc’ (ed. Debate), donde se ocupa de la devastadora guerra llevada a cabo por los rusos en Afganistán leemos, a propósito de tal masacre al recordarla: “Este tema es tabú. A mi mujer, que tenía cuarenta años, allí se le quedó la cabeza toda blanca de canas. Mi hija solía llevar el pelo largo. Pues ahora siempre lo lleva corto. Durante los bombardeos nocturnos de Kabul no conseguíamos despertarla y le tirábamos de las trenzas…”
Por fin, cuando se ocupa de la desolación, humana y física, que ha dejado atrás la explosión habida en la famosa central nuclear de Crimea titulado ‘Voces de Chernobil’ (ed. Debate), leemos el relato de un afectado: “Lo fuerte es que se trataba de lugares preciosos. Y esa misma belleza era la que hacía de aquel horror algo aún más pavoroso. El hombre debía abandonar aquellos lugares. Huir de allí como un malvado. Como un criminal”
Testimonios todos ellos tratados con una gran sensibilidad en lo humano, pero también en su registro literario, donde un lenguaje directo, claro y sencillo es capaz de trasladarnos la épica de tantos agravios que el hombre (en genérico, vuelvo a repetir, pues la autora da voz preferente, si cabe, a la mujer) ha sufrido, ay! Por causa del propio hombre.
‘Homo homini lupus’ que diría Hobbes.
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