La inmensa producción novelística de Émile Zola (1840-1902) ha desplazado tradicionalmente a un segundo plano la relevancia de su obra narrativa breve, menos copiosa, pero no por ello de inferior calidad literaria. En los últimos años, no obstante, este panorama ha cambiado con la merecida revalorización de sus cuentos y relatos.
La selección de esta pequeña antología no obedece a leyes azarosas ni caprichos editoriales, sino a criterios literarios que tienen su primer punto de encuentro en el marco de El Mensajero de Europa, prestigiosa revista rusa con la que Zola colaboró regularmente entre 1875 y 1880. Como precisan en su postfacio los traductores (Gonzalo Gómez Montoro y Rubén Pujante Corbalán), en algunos casos los textos no habían vuelto a traducirse al español desde hacía más de un siglo.
Émile Zola, considerado uno de los padres del naturalismo, nació en París en 1840. Transcurrió su infancia en Aix-en-Provence, donde fue compañero de estudios de Paul Cézanne. En 1858 regresó a París y, tras no aprobar los exámenes de bachillerato, consiguió empleo en las aduanas y, después, en la editorial Hachette. Este último trabajo le permitió entrar en contacto con el mundo artístico de la capital y descubrir su vocación literaria. En 1864, publicó su primer libro, Cuentos para Ninon, y, el año siguiente, la novela autobiográfica La confesión de Claude (Funambulista, 2013). A partir de entonces, se dedicó exclusivamente a la escritura y, paulatinamente, fue alejándose del romanticismo y acercándose a la filosofía positivista y al realismo. Con Teresa Raquin (1867) se consagró ante el gran público, y, entre 1870 y 1893, ideó y escribió Los Rougon-Macquart, un ambicioso proyecto compuesto por veinte novelas de carácter naturalista (entre las cuales Naná y Germinal) en que relató la historia de varias generaciones de una familia bajo el Segundo Imperio.
Entre su obra ensayística destacan La novela experimental (1880), que fue el más importante manifiesto del naturalismo, y ¡Yo acuso! (1898), un extenso artículo en el que defendió abiertamente la inocencia del capitán Dreyfus, judío acusado de alta traición a la patria. A raíz de este artículo, tuvo que exiliarse a Londres hasta que se demostró el complot en el famoso «Asunto Dreyfus». En 1899 volvió a París y el 29 de septiembre de 1902 murió asfixiado por el mal funcionamiento de una chimenea, aunque su fallecimiento queda todavía envuelto en el misterio.
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