De nuevo, en el FCEC ha estallado otro torpedo corrupto. Esta vez, en las manos de una señora, hermana de unos linotipistas que pelecharon con los mercaderes del ahora Ministerio de las Culturas; esposa de Miguel Angel Manrique, uno de los avivatos de la zafra de “cronistas” hilvanados por la plagiaria Luz Mery Giraldo; íntimo camarada de Nahum Montt, el prestigiado antecesor, de Gabriela Rocca Barrenechea, en los latrocinios a la editorial creada por Daniel Cosío Villegas con los auspicios de Lázaro Cardenas. Todo, bajo el palio del impoluto Paco Ignacio Taibo II, director de FCEM, acusado de infinitas tropelías y saqueos continentales.
Según Reporte Índigo, madame Rocca gana algo más de 9.000 dólares mensuales, justificados en los pagos que hace de refrescos, Uber, recados con terceros, hospedajes en hoteles de *****, meriendas en Amarti, suculentas tajadas de pizza de Trattoria Divina, bombachas de Dior, visitas al gym para “elevar el tamaño del durazno”, sin contar los estipendios en flores, mobiliarios, bártulos, tahonas de Masa madre, confiterías de Madison Avenue o pócimas para las fuelles del rostro y la entrepierna y licores de Malta japoneses o chinos. RI también informa de los pagos en viandas y espirituosos, al negocito de sus hermanos, por unos 4.000 dólares. Sin olvidar el perfume que dan los difuntos: ha comprado la casita donde vivió el papá de Maria Mercedes Carranza, incluido el busto neo falangista del poeta, sin que sepamos aun por cuanto, para dizque poner una librería. Toma y daca.
Este recorrido por la corrupción en el FCEC tuvo origen en las ambiciones del otrora gerente o ministro cultural del Banco de la Republica durante el gobierno de Belisario Betancur, demoledor de las antiguas editoriales de textos y literatura como Bedout, Voluntad, Araluce, Espiral o La Carreta. Dario Jaramillo Agudelo deliraba, concupiscente, --desde la inmensa estancia de la Casa Republicana donde entre gigantescos oleos de Gonzalo Ariza había empotrado un escritorio imperial--, que iba a conquistar, despilfarrando el secreto presupuesto de su cargo en zalemas a los jeques de la cultura peninsular, los Premios Príncipe de Asturias, Reina Sofia y Cervantes, como sucedió con aquel empleado de los Rockefeller o la Gabriela Mistral de Amalfi.
Como se sabe, la BLAA no adquiere libros en el exterior, sino que compra enormes existencias de importados o nacionales, saldos o no, a las sucursales de las editoriales o sus representes o a los mayoristas, que luego canjea con otras bibliotecas del mundo. Todavía en los años ochenta, ser publicado por el FCEM era una presea que apenas Borges, Rulfo, Arreola, Paz y un centenar de otros notables habían alcanzado, pues los criterios para la difusión de autores tenía un nivel de altura de las investigaciones que sobre las literaturas y la poesía, Auerbach, Béguin, Bénichou, Browne, Cohen o Curtius, Raimundo Lida había incluido en la colección Lengua y Estudios Literarios, paradigma y canon hoy, abolido, en casi todas nuestras escuelas de letras, donde campea a sus anchas la estupidez y las titulaciones para acrecentar salarios.
La calidad de las publicaciones del FCEM era una de las causales para que sus libros tuviesen poco mercado y permanecieran en bodegas. Jaramillo, luego de conversar con otro que deseaba ser llevado a las imprentas del fondo, el poeta y abogado de Cicolac Fernando Charry Lara, llegaron a la conclusión que podrían ganar mérito con los mexicanos si aliviaban los pasivos y lucros cesantes del fondo azteca, vendiendo, sin autorización de nadie, las añejas colecciones en los sótanos de la Luis Angel Arango.
Jaramillo contrató, quizás con la ayuda de algunos de sus amigos libreros, a unos jóvenes bien presentados, que con mesas portátiles vendieran, a bajos precios esas existencias, hasta que un día el mismo Charry Lara, que tenía una hija desocupada y una vieja amistad con el entonces director del FCEM Jaime Garcia Terrés, le sugirió la constitución [1984] de una sociedad comercial, cuyos socios son un misterio, y con un abogado de apellido Farias abrieron una sucursal en El Lago bogotano, que entregaron a Silvia Charry Delgado, que volvió a quebrar el negocio.
En los anales del cotilleo colombiano reposa la anécdota de que Dario Jaramillo Agudelo dio con la mina de oro de la Gerencia Cultural del Banco de la Republica [1985-2007] gracias a la Catástrofe de Armero [13 de noviembre de 1985]. Hasta esa desgracia, la gerencia, que más bien es un ministerio sin fecha de retiro, la ejercía un chozno de un presidente conservador, a quien BB eligió para conducir a buen puerto las enormes sumas de donaciones que el mundo entero envió a Colombia y de las cuales nadie vio ni un solo peso, menos los damnificados y los 25 mil ahogados.
Ante la vacancia de tan alta escalera, Jaramillo recordó que nada se movía en Dinamarca sin la conseja del todo poderoso heredero de 54 de las 100 acciones de El Tiempo y que jamás, dejaba de acceder, a las insinuaciones que le hacia su caro Chulí, un divino arquitecto que los fines de semana convidaba a memorables saraos en su piso de La Macarena, donde más de uno y una danzaron en bola, pues según Wikipedia “de su vida privada se sabe que era homosexual”. Y allí Jaramillo alternaba con su lámpara maravillosa: un modelo de dibujo al desnudo y deidad de críticos de arte, de gran dotación, nacido en el país del unto y el vicio, hambriento de poder y dinero, cuya historia menuda: “Un obituario dedicado al editor y gestor cultural que impulsó, tras bastidores y durante varias décadas, los engranajes de la industria cultural en Colombia” ha confeccionado nuestro Juan David Correa, ministro de las culturas ágrafas del petrismo.
Imperio argentino que solo la parca pudo detener. Dos décadas duró la malversación urdida entre Jaramillo y Sierra para hacer con la gerencia cultural del Banco de la República “de su capa un sayo”. No solo se apoderaron del FCEC, sino que crearon su propio negocio con Luna Libros, para emboscar sus pastiches entre los del FCE mexicano; se dedicaron a promover pintores y a hacer que el Banco comprara solo a quienes ellos querían, y publicar a quienes ellos les diera la gana; a mantener a sueldo una legión de lacayos aduladores y difamadores; a financiar, para distorsionar, toda laya de enciclopedias sobre Colombia o de historias de la poesía nacional, vetando y borrando de la faz de la tierra, lo que al mutilado impidiese perpetrar sus cálculos, ganar los premios y aspirar al Nobel de Literatura. Hoy, los cientos de páginas consagradas a soplar el prestigio de Jaramillo no cabría en las bóvedas del mismo banco.
Pero como el destino no hace acuerdos, los protervos negocios los llevaron al fracaso. Sierra fue tomado con las manos en masa al hacer construir una sucursal del FECC que fue un fiasco arquitectónico, porque muerto el arquitecto, Sierra, director entre 2001-2015, decidió intervenirlo a su manera; años durante los cuales, “como hijo que era de paisas”, había escamoteado enormes sumas y las cuentas del debe y el haber no cuadraron, favoreciendo, como curador, empresas inescrutables de herederos de algunos de sus enamorados, o de demenciales mujeres de las artes cuyos frenesíes ideológicos farianos le hacían temer denuncias. Terminó refugiándose en manos de otra banda de facinerosos que han hecho del fisco dedicado a la cultura en Cali, el pozo de la dicha de sus riquezas. Murió de una de las pestes del siglo, contraída por la impericia en el 50/50. El fiasco de Jaramillo Agudelo merece epílogo aparte, pero se dice que se vio obligado a renunciar a sus privilegios por haber comprado una millonaria suma de libros españoles, durante las elecciones del segundo mandato de Alvaro Uribe, infringiendo la Ley de Garantías Electorales, y el otro Uribe, un hidalgo paisa que era gerente general del BR, no le perdonó.
Catorce años tuvo en sus manos Dario Jaramillo Agudelo, con la interpuesta presencia de Juan Camilo Sierra, los negocios e intereses del FCEC. Años de los tres gobiernos mexicanos más corruptos del siglo XXI [Fox, Calderón, Peña Nieto], cuando la subsidiada empresa de libros estuvo también al servicio de los meros intereses personales de Gonzalo Celorio, Consuelo Sáizar, Diez-Canedo y Carreño, más interesados en seguir escalando que vigilando los negocios de sus sucursales.
A la salida de Sierra Restrepo del FCEC, el gobierno de Peña Nieto nombró a un economista mexicano para sanear la empresa, pero con López Obrador, que entregó el fondo a un lunático, para quien hubo de cambiar las leyes y hacerle mixteca, eligió, de la manada de seudo escritores inventados por Luz Mery Giraldo y mantenidos por el Ministerio de Cultura, a un rey que se paseaba desnudo: Nahum Montt, que firmó contratos multimillonarios entre el FCEC con tres sociedades de uno de sus ocho hijos; obligó a los empleados a firmar cláusulas de confidencialidad; hizo despidos colectivos; ordenó ampliar el parqueadero del Centro Cultural Gabriel García Márquez, mientras se daba la gran vida con la tarjeta de crédito corporativa.
A los despropósitos de que se imputa a la señora Rocha, habría que sumar los camelos en que incide el FCEC al promover publicistas para impedir se tornen enemigos o revelen desatinos. Digamos Hellman Pardo, José Luis y Federico Diaz-Granados, Juan Manuel Roca, María Mercedes Andrade, Mery Yolanda Sánchez, Piedad Bonet, Ramón Cote Bonald, Rodrigo Parra Sandoval, Velia Vidal, William Ospina, o Julián Malatesta, cuyo opúsculo se ha incluido, nada más y nada menos, que al lado de Borges, Cassirer, Gordon Childe, Heidegger, Jaeger, Steiner, Levi Strauss o Akcroyd, y es conocido de autos, pues participa activamente en toda clase de levantamientos estudiantiles desde los años setenta, derrocando rectores y colocando decanos, es uno de los furibundos defensores del estalinismo estético y de esa patraña subtitulada Festival de la Poesía de Metrallo. Por no repetir que fue guarura de un senador de la Unión Patriótica y que con su arma desnotada se mató el Mono Berdella de la Espriella. Pero de eso, ya nadie se acuerda.