Realismo mágico. Paisajes imposibles y sin embargo habitables, tan serenos como turbadores, como ese río que no fluye de ninguna parte y no va a ningún mar. El pincel no hace sino señalar el punto de intersección entre lo vivido y lo soñado, entre lo abstracto y lo figurativo, entre los paraísos perdidos y los recobrados, por la gracia del arte.
Marta Marugán en Ekain. Una biología del espacio que se vuelve alquimia de la memoria, a la manera de los rizomas de Deleuze o las redes neuronales de Cajal. Desde San Sebastián a París, de Roma a Florencia, de Basilea a Brasil. África en el corazón, un año de aprendizaje en Pekín. Experiencias acumuladas, latidos, pinceladas, caligramas.
El gran arte nunca es explicito. Bendito principio de indeterminación. No se puede descodificar la belleza de una rosa, ni la de ese azul hipnótico de tan profundo, ni la de un simple trazo que dibuja el aire. Oír como crece la hierba, considerar el paisaje como una caligrafía divina, como un destello dhármico, y esconder la figura humana, una miniatura encriptada. Cuestión de escalas, lecciones de delicadeza.
Si cada uno de los cinco sentidos encierra un arte, el artista ha de atrapar hasta el menor soplo de viento para trasladarlo al reino de su imaginación. Vegetaciones pintadas hoja a hoja, a la manera de los primitivos flamencos. Floraciones en ignición, manchas de color que congelan el nervio óptico. Bahías con algo de cunas, nidos de sueños. Buscando el camino de Swann, una cocotte proustiana que nos habla desde sus zapatitos verdes. ¿Quién dijo que el simbolismo es el equipo más completo de reparación de la psique?
Dibujar para ver, crear desde la postura del despertar. Como esas cadenas humanas que se organizan para pasar cubos de agua durante un incendio, así los artistas. En cada lienzo de Marta, oxígeno pintado. Un Lugar y un No Lugar para la reconciliación a través del conocimiento intuitivo. Entre el artista y el espectador, hacia el encuentro con nosotros mismos.