Por momentos lideraba un abrazo, en otros una sonrisa, en otros un verso que descendía de las alturas, el calor de una nueva amistad, Ovidio o Eminescu, la cálida sonrisa de un arzobispo, un poeta que en cada saludo salía al mundo para luego regresar al suyo a continuar escribiendo, una avecilla que revoloteaba derramando su perfume sobre los poetas del mundo, el segundo indescifrable en que un conocido se transforma en amigo, la mano de mi señora regresándome a este mundo y susurrándome al oído: sigue a mi lado.
Al evocar a Ovidio, las aguas lavando la isla en que se refugiaba del mundo para escribir, las lágrimas del exiliado navegando en las olas del recuerdo, un recuerdo regresaba constantemente: el de un congrio solitario e imprudente como yo.
Congrio que, alejándose de la sombra protectora de Nicanor Parra y de los versos de Neruda había abandonado las costas del Pacífico frente a Las Cruces, Chile, cincuenta años atrás —mientras que, en un restaurante, su hermano saltaba imprudentemente de la sartén a mi plato— para, atravesando el tiempo y la distancia caer a nuestro plato en la ciudad de Ovidio, un mes de septiembre del año 2024.
No fueron 2000 años, no alcanzó a sobrevivir un siglo, pero me recordará por la eternidad, que la palabra sobrevive las tormentas, que es prudentemente imprudente, y que tanto los poetas como el congrio somos exiliados.