Sentí el irrefrenable impulso de escribir sobre “Dominio” de Tom Holland cuando terminé de leerlo a mediados de este verano, pero hace unos días, tras una rápida búsqueda, descubrí que la obra ya había sido oportunamente reseñada en esta misma publicación.
Sin embargo, no me resigno –creo que los lectores de TL ya me conocen- a no convertir este libro en harina para mi propio molino. Sucede que cuando se trata de un ensayo, como es el caso, no resulta nada frecuente que quien suscribe esté de acuerdo en todo, o en casi todo, con el autor reseñado. De hecho, es algo realmente excepcional; y sin embargo, eso es exactamente lo que voy a exponer a continuación. Si hablásemos de una obra de mera divulgación o de una sesuda monografía, si se tratara, quiero decir, de un libro que expusiera únicamente lugares comunes o sólidos consensos de la comunidad académica sobre algún tema de interés general o particular, sería más probable, claro está, que el texto no suscitara objeciones importantes; pero he aquí que nos encontramos ante una obra arriesgada y polémica que plantea algunas tesis muy radicales y posiblemente controvertidas, sobre todo en su tramo final. Y resulta que esos juicios y conclusiones coinciden con los míos en tal medida que casi no veo comas ni acentos que cambiar de lugar.
Según Tom Holland, nuestra civilización sigue debiendo mucho más al cristianismo que a ninguna cultura anterior o a los sistemas ideológicos más recientes que pretendían reemplazarlo. Hasta aquí, una mayoría mínimamente informada estaría de acuerdo. También nos explica -con prosa amena, plástica e incluso creativa en algunos pasajes- que el cristianismo sigue muy vigente en medio del declive de la religión organizada y del abandono de las iglesias, e incluso entre quienes se sienten inmunes a su influencia. Aquí, supongo que ya habría menos consenso, pero muchos seguiremos estando de acuerdo con Holland. Y al final del libro señala que la ética generalmente admitida en nuestras secularizadas sociedades -incluso después de la Ilustración, del marxismo y de la contracultura-, sigue siendo una ética esencialmente cristiana. Esto ya levantará muchas ampollas, imagino. A mí no me levanta ninguna. Pero cuando el historiador inglés da una vuelta de tuerca todavía, y nos alerta de que esa ética socialmente asumida y pretendidamente universal depende tanto del relato judeocristiano que sin él no se sostiene… una mayoría de intelectuales (sobre todo mainstream, sobre todo progres) pondrán sin duda su grito en el cielo vacío y seglar que la modernidad ha desenrollado cuidadosamente sobre sus huecas cabezas. Y es urgente decir que quien sostiene esa importancia y vigencia actual de la religión de la cruz en nuestro mundo se declara, sin ambages, no creyente, lo que en cierto modo contribuye a reforzar la presumible imparcialidad y objetividad de su argumentación.
Explica nuestro autor que la historia del cristianismo se desarrolla en forma de una extrema y doble paradoja: un reo del imperio romano, torturado y ajusticiado en el siglo primero, se transforma, según lo reflejan las epístolas de Pablo, en centro del universo (primera paradoja) y, más tarde, el mismo imperio que lo ejecutó termina (segunda e increíble paradoja) institucionalizando su doctrina y convirtiendo a su iglesia, inicialmente perseguida, en cooperadora y cómplice del mismo poder que su fundador rechazaba. Aduce a continuación que incluso los ideales de la extrema izquierda o las blasfemas provocaciones del radicalismo contracultural (Charlie Ebdo, inter alia) son mutaciones tardías del cristianismo, cuyo desarrollo ha producido frutos de vocación universalista, tales como la idea de la dignidad humana, los derechos humanos y la secularización. Pero lo más grave, para nuestro momento político y nuestra sociedad contemporánea, es que Holland consigna y suscribe el argumento nietzscheano de que es una solemne estupidez pretender mantener vivos los ideales de la misericordia y de la compasión cristianas (rebautizadas como “empatía” y “solidaridad” por la internacional progre-humanista) después de la anunciada muerte de Dios.
Nietzsche no era el primero cuyo nombre se convertía en sinónimo de ateísmo, pero nadie –ni Spinoza ni Darwin ni Marx- se había atrevido a contemplar de un modo tan directo e implacable lo que el asesinato de su dios podía implicar para una civilización. “Cuando uno abandona la fe cristiana, con ello se quita a sí mismo de debajo de los pies el derecho a la moral cristiana”. El odio de Nietzsche hacia aquellos que imaginaban otra cosa era intenso. Se burlaba de los filósofos, a los que consideraba sacerdotes encubiertos. (Dominio, Tom Holland, páginas 465-466)
Algunos de esos filósofos –dicho sea de paso-, o más bien sus discípulos y herederos hispánicos, han tenido gran influencia por aquí durante toda la Transición. Como explica Holland más adelante, quienes sí extrajeron las conclusiones lógicas del lúcido análisis nietzscheano fueron los nazis, con Himmler, Goebbels y el propio Hitler a la cabeza. Nos encontramos así ante el archiconocido, pero todavía muy escandaloso, apotegma dostoievskiano: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Lo mejor del cine de Woody Allen –y, por cierto, casi toda la obra del más audaz novelista español actual- gira en torno a este problema filosófico de inestimable gravedad.
Desde luego, puede haber ética sin Dios. Un ejemplo claro sería el budismo. Pero frente al culto extremo e irrestricto a la libertad individual, que constituye la esencia (cristiana) de nuestra civilización occidental, una ética que se basa en la negación del deseo -piedra angular del capitalismo-, está condenada al fracaso. La aniquilación gradual y voluntaria del “yo-deseante” constituye una prescripción frágil, sin aliciente terrenal ni fundamento metafísico, para un mundo que favorece la producción, el hedonismo y el culto desenfrenado al ego. En un contexto cristiano, sin Dios no hay ética que disuada al déspota o al ególatra. Al menos eso pensaban Sade, Nietzsche y Dostoievski. Los dos primeros con entusiasmo, el tercero con poética y profética desesperación.
Hace unos años leí otro magnífico libro, un ensayo narrativo, también de autor inglés, no menos inspirado: “Nada que temer”, de Julian Barnes. Se abría con una melancólica frase inicial de resonancias inequívocamente cristianas: “No creo en Dios, pero lo echo de menos”. Esa parece ser también la situación personal de Tom Holland.
Poco a poco, como una luz que se apaga gradualmente, descubrí que mi fe en Dios desaparecía. (Dominio, página 535)
Y para remachar el clavo de las consecuencias políticas y sociales a las que nos enfrentaríamos si declinara la influencia de la fe que dio forma a nuestro mundo, añade:
Hoy, en Occidente, muchos estarían de acuerdo con Himmler en que el hecho de que la humanidad reclame un estatus especial, que se imagine de algún modo superior al resto de la creación, es una noción sin fundamento alguno.
Pero tal vez el libro de Holland, así como este mismo artículo, le parezcan construcciones teóricas muy alejadas de su día a día al ignorante y amodorrado ciudadano español. ¿Qué tal si para concluir desplegamos un poco de pedagogía? Cuando Yolanda Díaz y Pedro Sánchez juegan en el mismo equipo que el papa en cuestiones de inmigración, hacen gala de las insoslayables raíces cristianas de su ideología socialista. Desde luego, Yolanda, que posee un nivel intelectual análogo al de la abeja Maya -aunque con una imaginación bastante más florida-, nunca será consciente de esta simple verdad. En cuanto al presidente, nuestro madelman plagiador, incapaz de escribir dos líneas sin copiar de alguien, no cabe esperar tampoco gran cosa. Cuando, por su parte, Isabel Díaz Ayuso (tal vez un poco menos tonta, pero desde luego muchísimo más perversa que la otra Díaz) nos dice que ella “no gestiona sentimientos”, sabe que se dirige a una sociedad que ha dejado muy atrás la compasión cristiana, lo que le rinde, elección tras elección, crasos réditos electorales. Dar la espalda al cristianismo y a su ética no va a salirnos gratis.