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Confesiones pasadas de un infante

Confesiones pasadas de un infante
Manuel Lopezneria Fernández | Jueves 05 de septiembre de 2024
Publicamos un nuevo relato del escritor mexicano Manuel Lopezneira Fernández.

“¿Sabes? Yo era un pequeño felino, un gatito, que pronto abrió los ojos a este mundo. Mi madre se fue, seguramente aquellas piedras arrojadas por humanos fueron su fin, ya que, desde ahí, nunca más la vi. Yo busqué cómo sobrevivir, y lo hice por algunos días. Ante mí, una tarde, apareció una hermosa mujer, muy parecida al sol, yo podría incluso afirmar, que, por su parecido, eran gemelos. Vestía una corta túnica, la acompañaba un ciervo del bosque y venía armada, sí, armada con arcos y saetas. Su belleza deslumbraba en todo el vecindario, una diosa llamada Artemisa. Profirió unas palabras y le entendí. Me dijo que me protegería, pero no podía hacerlo perennemente, no podía estar en todos los lugares, que aquellos mitos de omnipresencia u omnipotencia eran solo eso, ficciones hechas por esos seres llamados humanos, seguramente, pensaba yo, para darles consuelo ante sus miserables vidas (Si sus vidas no eran miserables, entonces no entendía el porqué matar pequeños animalitos como yo). Me acarició, me sonrió y besó mi frente mientras yo ronroneaba a su alrededor al mismo tiempo que miraba sus dulces ojos… así nos despedimos, no sin antes, exhalar algunas palabras más:

-Las cosas más hermosas de esta vida son misteriosas y a la vez oprobiosas, querido hijo. Los dioses que estamos atrás del bien que forjan estos mundanos, peleamos, batallamos y luchamos, como en Troya, contra las deidades detrás de las cosas terribles que también los humanos enarbolan, pero no aquí, no en las calles, no en los nombres, sino en los corazones de cada uno de estos hombres…”

“Un día me acerqué a un rincón de la ciudad por comida, cuando unos niños me patearon hasta que la negra Ker inundaron mis ojitos. Yo solo quería comida, yo solo tenía mucha hambre, yo solo quería tener una mami que me pudiera alimentar. En mi memoria se plasmó que me pegaron esos niños, después de ello, dormí profunda y tristemente, muy tristemente, mamá. Cuando desperté de ese letargo, había mucha luz, estaba en un hospital en tus brazos, ¡en tus brazos, mami! muy feliz ¿y sabes? Ahora que soy un niño y tengo una nueva mamá, yo sí me portaré bien, no como los malvados infantes que una vez enfrenté.”

Nunca olvidaré cuando mi hijo de tres años, jugando a los carritos y con lágrima en los ojos me contó todo lo anterior,
con melancolía abundante,
como en un trance,
como en una reencarnación,
como una regresión.

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